El evangelio que escuchamos es de esos pasajes que invitan a dejar huella y muy en lo hondo del corazón.
Es abrir el corazón para que Dios lo escriba, que se haga presente de tal modo que la oración sea una invitación a una permanente conversión. Por lo que ayuda esta definición: que la vida sea servicio. Y siendo esto así, miraremos lo que lo impide.
Ser servidores es ocupar el lugar que Jesús enseño a los apóstoles advirtiéndoles que el poder es un enemigo y para eso hablo de ocupar el último lugar, pero sin la expectativa que cambie alguna vez ese lugar.
Conversión de mirada, de actitud, de un lugar libre de ataduras, de ambiciones.
Así las cosas, la vida propia pasa a tener una riqueza nueva, Soy el mismo, pero con esa libertad en el corazón, para dejarme moldear e ira despuntando el don recibido, que me llama a este ministerio de servicio.
En la oración consecratoria dice que los apóstoles “eligieron auxiliares suyos, acreditados en el pueblo, a quienes orando e imponiéndoles las manos, les confiaron el cuidado de los pobres”.
Ayudaría rezar y meditar mucho con Mateo 25 para no perder nunca la identificación de Jesús con los pobres. Es muy fácil teorizar sobre el tema, pero lo importante es crecer en esa identificación para que el ministerio no entre en el campo de los ritualismos y que estos dejen de estar al servicio de los necesitados. La línea que se traza es muy delgada y frágil, llegando a justificar en nombre de Dios gestos o celebraciones que se distancian de los hermanos.
El servicio a los demás, para que sea una verdadera entrega, tiene mucho de renuncias, de desapegos, como dice Juan en el Evangelio. Lo otro es conservar o conservarse, pasando a ser cultores de esas actitudes que distancian y condicionan el servicio,
Nos ilumina el pasaje de Juan que se proclama este domingo, por eso lo cito: Jn 6,41-41.
Quieran ser abiertos y al diálogo, evitando la murmuración, que en quien sigue con la vida a Jesús, sabe que eso divide y destruye, el corazón de uno y a los otros los deja con las manos vacías.
Quieran crecer con la pasión del servicio, porque “el servidor conoce lo que hace su Señor” (Jn 15,15) y también “donde Yo esté, estará mí servidor”.
Busquen celebrar con el corazón lleno de rostros. Que se les instale esta dimensión del amor de Jesús, que es para todos y con todos. Esta actitud generosa, es el remedio contra los ritualismos, las exigencias que impiden que esté Jesús con su amor. Y también, para que como servidores, aprendan a correrse del centro.
Estar con Dios es mirar la vida, los hermanos con otros ojos. Con la paciencia y el tiempo que aprendemos de Jesús, tratando de no importunar, para aprender a ponernos en el lugar del otro.
La distancia que toma Jesús para rezar con el Padre es alimento para el camino, es tiempo y silencio de encuentro con Él para valorar los dones recibidos y crecer en el reconocimiento de esa “instrucción que en el corazón” nos da Dios. Así crece su Amor en nosotros, así podemos hacer discernimiento sobre lo que conviene para el camino. Así Elías, que pasó de desearse la muerte, a recibir el alimento y por último a convertir un final en un nuevo inicio.
Pero hay que resolver el desánimo, el cansancio del corazón. Esa tristeza que habla Pablo, que es la que nos quita las fuerzas para continuar, aprendiendo a confiar en la providencia de Dios que sostiene al que quiere ser fiel. Hoy podemos sentir el agobio de una cultura que está como silenciando el querer crecer en la confianza al evangelio que anuncia a Jesús que nos enseña a recuperar la dignidad de nuestras personas.
Podemos quedarnos en una tarea de conservar la fe, como nos recuerda Francisco, evitando que se la maltrate, refugiándonos en las seguridades que nos brinda el ser hijos. O podemos ser proféticos con Jesús y salir a las periferias, a los lugares y con las personas que esperan un anuncio, un gesto, una palabra que comprenda sus tiempos, sus procesos en la vida. Muchas veces cargados de incomprensiones, de falta de querer ponernos en el lugar del otro.
Somos alimento, cuando en las dificultades encontramos nuevas oportunidades para otros caminos.
Somos alimento, cuando aprendimos a tomar distancia como Jesús y en la oración pudimos resolver qué decir o qué callar.
Somos alimento, cuando miramos las causas perdidas con ojos misericordiosos y las alentamos, aunque pareciera que no corresponde.
Somos alimento, cuando nos resuena fuerte: “yo daré mi carne para la vida del mundo”. Y con cercanía y silencio, caminamos días y noches sosteniendo vidas.
Mons. Martín Torres Carbonell, obispo de Gregorio de Laferrere