Miércoles 25 de diciembre de 2024

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Modelos de laicos, de esposos y de gobernantes

Homilía de monseñor Antonio Marino, obispo emérito de Mar del Plata, con ocasión del milenario de la muerte de San Enrique y Santa Cunegunda patrona segunda de la parroquia (Parroquia San Enrique y Santa Conegunda, Buenos Aires, 14 de julio de 2024)

Queridos hermanos:

1. Ocasión
Esta comunidad parroquial celebra hoy con solemnidad su fiesta patronal. Lo hace en coincidencia con la conmemoración de los mil años de la muerte de San Enrique II, ocurrida el 13 de julio del año 1024, del cual evocaremos con brevedad algunos momentos de su vida. 

Junto a la memoria del milenio de San Enrique, que hemos mencionado, esta comunidad parroquial añade un nuevo motivo de júbilo. Con fecha 13 de julio de 2024, un decreto del arzobispo de Buenos Aires dice así: “habiendo oído el pedido del actual párroco de San Enrique en nombre de la comunidad parroquial para agregar como patrona secundaria de esa comunidad a Santa Cunegunda de Luxemburgo, esposa de San Enrique (y visto) que escuché al respecto el parecer favorable de aquellos a quienes compete darlo, DISPONGO que la Parroquia Nº 115 San Enrique sita en Estero Bellaco 6943 de esta Ciudad y Arquidiócesis de Buenos Aires a partir del día de la fecha se denomine "SAN ENRIQUE Y SANTA CUNEGUNDA”.

Agradezco al querido Padre Esteban Sacchi, párroco de esta comunidad, por su invitación a presidir esta Eucaristía.

2. Vida
Del rey y emperador San Enrique sabemos que nació el 6 de mayo de 973 en Baviera. Casado con Cunegunda en 999, vivió santamente este matrimonio feliz del que no surgieron hijos. En 1002 fue coronado como rey de Alemania; y en 1014 el papa Benedicto VIII coronó en Roma a esta pareja real: a Enrique como emperador del Sacro Imperio Romano Germánico, y a Cunegunda como emperatriz consorte. Las noticias históricas nos presentan a San Enrique como un modelo de monarca, que ejerció con acierto su rol de gobernante y vivió con discreción y modestia sus deberes de estado, practicando las virtudes cristianas, como la penitencia y el amor a los pobres. Fue notable su preocupación por la evangelización de los pueblos paganos. Gracias a generosas donaciones mandó construir templos, fundó monasterios y creó nuevos obispados. 

En todo esto contó siempre con la valiosa ayuda de su esposa Cunegunda, quenació hacia el año 975 y también ella de origen noble, pues era hija del conde de Luxemburgo, y descendiente del emperador Carlomagno en séptima generación. Lejos de portar pasivamente sus títulos de reina y emperatriz los ejerció con su activa presencia, pues representaba como regente a su marido en sus ausencias por viajes, o bien lo acompañaba en ellos y en sus campañas. Sin duda pudo y supo ejercer sobre él una beneficiosa influencia. Jugó un papel decisivo en casos como la creación de la diócesis de Bamberg. Fue generosa con los bienes que poseía, y con ellos fundó monasterios, construyó iglesias y socorrió a los pobres. Al cumplirse el año de la muerte de su marido, ingresó como monja en el monasterio de benedictinas de Kaufungen que ella misma había fundado. Entonces se despojó de toda vestimenta o insignia real, de títulos y honores. Allí vivirá como simple monja, cuidando enfermos y ocupándose de los pobres hasta el final de su vida.

El pueblo pronto los percibió como modelos de gobernantes cristianos. El papa Eugenio III canonizó a Enrique el 12 de marzo de 1146. E Inocencio III canonizó a Cunegunda en el año 1200.

3. Ejemplo
Si bien el recurso a la historia resulta del todo imprescindible, celebrar las fiestas patronales implica algo más profundo. La conexión con el pasado alcanza pleno sentido cuando, en las circunstancias históricas del todo distintas de nuestro presente, nos dejamos contagiar con aquel mismo fuego que animó a estos santos. Muchos podrían decir que son más las diferencias que las semejanzas entre la sociedad medieval y la nuestra, entre estos santos y la forma de santidad que reclaman nuestros tiempos. Esto puede ser verdad en muchos sentidos. Pero también lo es la afirmación del documento Gaudium et spes del Concilio Vaticano II: “bajo la superficie de lo cambiante hay muchas cosas permanentes, que tienen su último fundamento en Cristo, quien existe ayer, hoy y para siempre” (GS 10). Cambian las formas de gobierno civil, los usos y costumbres de la sociedad; los descubrimientos científicos y el desarrollo tecnológico han traído beneficios que introdujeron modificaciones en nuestras condiciones de vida y en nuestra relación con la naturaleza y con los demás. Y sin embargo, junto con innegables conquistas, los hombres como individuos o en sociedad seguimos experimentando profundos malestares y nos planteamos preguntas angustiosas sobre el sentido de la vida y de la muerte. Porque en todo tiempo o lugar, en toda cultura, los hombres y mujeres de distinta edad, de cualquier clase y condición, siempre sentimos, de manera callada o explícita, el anhelo de una vida en plenitud, que choca con la realidad tal como se nos presenta, y por eso sufrimos. 

Aquí se abre para todos nosotros un amplio horizonte. Es el momento de detenernos y de mirar hacia Cristo que se presenta como “camino, verdad y vida” (Jn 14,6). El mismo Señor nos invita en el Evangelio de San Mateo a una armonía entre la fe y la vida: “No son los que me dicen: «Señor, Señor», los que entrarán en el Reino de los Cielos, sino los que cumplen la voluntad de mi Padre que está en el cielo” (Mt 7,21). Es también el momento de escuchar la voz del profeta Miqueas que se ha leído como primera lectura y que nos invita a una coherencia entre el rito cultual y la conducta moral: “Se te ha indicado, hombre, qué es lo bueno y qué exige de ti el Señor: nada más que practicar la justicia, amar la fidelidad y caminar humildemente con tu Dios” (Miq 6,8). La voluntad de Dios, expresada en los diez mandamientos resumidos en el amor a Dios y al prójimo, no ha caducado ni cambiará jamás. 

La Iglesia fundada por Jesucristo como continuadora de su obra e intérprete de sus enseñanzas, nos invita a contemplar en los santos aquellas figuras ejemplares que encarnan el Evangelio en las situaciones cambiantes de los tiempos. En ellos se manifiesta la Tradición viviente de la Iglesia asistida por el Espíritu Santo. Allí se revela, con la fuerza y elocuencia del ejemplo, el fuego inmutable que Jesús quiso traer a este mundo: “Yo he venido a traer fuego sobre la tierra, ¡y cómo desearía que ya estuviera ardiendo!” (Lc 12,49). El discípulo de Cristo sabe que debe fortalecerse contra las adversidades, por eso busca estímulo en las palabras del Maestro y en el ejemplo de los santos. Ellos no son el centro de nuestra fe, pero nos estimulan con el testimonio de su vida y nos ayudan con su intercesión ante Jesucristo y la Trinidad Santísima, fuente de toda santidad.

Los santos que hoy recordamos y celebramos como patronos de esta comunidad parroquial, brillan como modelos de laicos, de esposos y de gobernantes. Siguiendo las enseñanzas de la Sagrada Escritura, la Iglesia proclama la igual dignidad de todos sus miembros en virtud del bautismo. Recordemos también que, además de la santidad canonizada por la Iglesia, existe una santidad anónima que permanece oculta y que es muy real. 

Estos dos santos constituían un matrimonio. Tanto en sus imágenes individuales, como cuando se los representa juntos, suelen sostener en sus manos una iglesia. Esto es un gran símbolo de lo que ellos realizaron. El evangelio de esta Misa nos habla de la solidez de la casa edificada sobre roca, capaz de permanecer intacta a pesar las lluvias y el vendaval y el desborde de torrentes (Mt 7,24-27). Si como es debido queremos hacer algo por la Iglesia, comencemos afirmándonos en la Palabra de Cristo. Por cierto fue notable la cantidad de templos que construyeron, pero más notable y profundo es interpretar este hecho a la luz de la afirmación del apóstol San Pablo: “Porque por medio de Cristo, todos sin distinción tenemos acceso al Padre, en un mismo Espíritu. Por lo tanto, ustedes ya no son extranjeros ni huéspedes, sino conciudadanos de los santos y miembros de la familia de Dios. Ustedes están edificados sobre los apóstoles y los profetas, que son los cimientos, mientras que la piedra angular es el mismo Jesucristo. En él, todo el edificio, bien trabado, va creciendo para constituir un templo santo en el Señor. En él, también ustedes son incorporados al edificio, para llegar a ser una morada de Dios en el Espíritu” (Ef 2,18-22). 

Esta comunidad parroquial de San Enrique y Santa Cunegunda necesita de obreros para su construcción espiritual. ¿Qué podría hacer el párroco sin la activa colaboración de los fieles? ¿Qué sería de los fieles si carecieran de un pastor? No basta tener un edificio, nuestra ambición es que el templo espiritual abarque todo este barrio para convertir a todos en “piedras vivas” (1Ped 2,5). Y esto es responsabilidad de todos ustedes.

Ante la magnitud de los desafíos, sentimos la desproporción evidente entre nuestros ideales y las fuerzas de que disponemos. Pero en la segunda lectura hemos escuchado lo que Jesús responde a San Pablo que se siente débil e impotente: “«Te basta mi gracia, porque mi poder triunfa en la debilidad»”. Más bien, me gloriaré de todo corazón en mi debilidad, para que resida en mí el poder de Cristo. Por eso, me complazco en mis debilidades, en los oprobios, en las privaciones, en las persecuciones y en las angustias soportadas por amor de Cristo; porque cuando soy débil, entonces soy fuerte” (2Cor 12,9s).

Pidamos cumplir siempre el compromiso adquirido el día en que recibimos el sacramento de nuestra Confirmación. Con las palabras rituales nos hemos comprometido a “ser testigos valientes de Jesús en todas partes, aunque tengamos que sufrir por eso desprecio y persecución”.

Mons. Antonio Marino, obispo emérito de Mar del Plata