Miércoles 25 de diciembre de 2024

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Tedeum del 25 de Mayo

Homilía de monseñor Juan Ignacio Liébana, obispo de Chascomús, durante del tedeum del 25 de Mayo (25 de mayo de 2024)

Nos encontramos aquí para dar gracias a Dios por nuestra querida Nación. Éste es el significado más profundo de esta tradición: reunirnos en otro aniversario de la Revolución de Mayo, para dar gracias a Dios por nuestra Patria, por nuestras autoridades, por nuestra identidad argentina. Hoy queremos alegrarnos en medio de tantas tristezas, hoy queremos celebrar por tener una patria, una nación, una historia y un destino común. No solamente celebrarlo, sino comprometernos en el cuidado de nuestra patria, reconociendo que es tarea y responsabilidad de todos.

La Palabra de Dios que acabamos de escuchar nos habla de esta cultura del cuidado a la que todos estamos llamados. San Pablo, en su discurso de despedida, les dice a los presbíteros de Éfeso: Velen por ustedes y por todo el rebaño, sobre el cual el Espíritu Santo los ha constituido guardianes (Hch 20,28). Velen por ustedes y por el rebaño: para cuidar a otros, debemos antes que nada aprender a cuidarnos a nosotros mismos, a apacentarnos a nosotros mismos. Así lo decía un gran pastor, el obispo de Milán, San Carlos Borromeo, que encomendaba a sus sacerdotes: "¿Ejerces la cura (el cuidado) de almas? No por ello olvides el cuidado de ti mismo, ni te entregues tan pródigamente a los demás que no quede para ti nada de ti mismo; porque es necesario que te acuerdes de las almas a cuyo frente estás, pero no de manera que te olvides de ti." Cuidarnos para poder cuidar a otros. Hermoso desafío que nos compromete a construir una cultura del cuidado. En medio de una sociedad de descarte, de maltrato, violencia e indiferencia, el desafío es aprender a cuidarnos unos a otros, comenzando por nosotros mismos.

Una de las palabras más lindas que se usan para designar nuestra identidad y misión de sacerdotes es la palabra: cura. Este vocablo tiene su origen en el latín y significa, el que cuida de otros, el que se ocupa de otro, el que tiene solicitud por otro. Esta palabra se usó también en tiempos romanos para nombrar al intendente, al que se ocupaba de la "res-publica", la cosa pública, manifestando su misión de servicio y de cuidado de la vida de los demás... Qué hermoso este matiz maternal, de ternura, de atención cariñosa, de delicadeza amorosa, que encierra nuestra misión de cuidar de otros.

Hace unos años, los obispos latinoamericanos nos decían en Aparecida: La vida se acrecienta dándola y se debilita en el aislamiento y la comodidad. De hecho, los que más disfrutan de la vida son los que dejan la seguridad de la orilla y se apasionan en la misión de comunicar vida a los demás (DA 360). El buen samaritano es un testimonio concreto de una vida que no queda encerrada en el aislamiento de la indiferencia o en la comodidad del no te metás, sino que se abre a la osadía del hacernos cargo y no mirar para el costado. Detenernos, animarnos a salir de nosotros mismos y de la propia comodidad para poder ver, conmovernos y acercarnos, haciéndonos prójimos de los heridos del camino, es la única manera de acrecentar nuestra vida, disfrutándola, viviéndola con entera pasión en la entrega generosa a los demás.

Al celebrar otro aniversario de una revolución que cambió la historia argentina, que nos hizo pasar de la esclavitud a la libertad, Dios nos está invitando a no conformarnos con las cosas como están, dejándolas que, por arte de magia, se compongan. Nosotros tenemos los dones y las capacidades, los talentos y riquezas para ser agentes de cambio, animándonos a ser revolucionarios, es decir, a subvertir el orden establecido, dejando atrás de una vez por todas la indiferencia, la apatía, el dinero como máximo valor, el placer como única ilusión, la idolatría del yo, del tener por encima del ser, la ambición de escalar y acumular cada vez más poder, cueste lo que cueste...

El buen samaritano fue un revolucionario, no eligió el camino trillado de la indiferencia y del pasar de largo ante el malherido que, encima, era del país enemigo, sino que eligió el camino del cuidado amoroso. El samaritano se vio a sí mismo en aquel malherido, hizo por el otro lo que le hubiera gustado que hicieran por él. No se quedó en la queja por la situación del moribundo. No se quedó en el análisis de las causas de esa situación lamentable, ni buscó culpables, sino que se puso manos a la obra. Tampoco puso excusas. Seguramente las tenía: un trabajo al que atender, una familia que alimentar, un compromiso a cumplir. Por el contrario, supo renunciar a su propia comodidad, a su proyecto, a sus planes, y se dejó interpelar por la realidad. No podía seguir de largo. Algo tenía que hacer. No lo dudó.

Como decía Martin Luther King, lo preocupante no es la maldad de los malos, sino la indiferencia de los buenos. Pasar de largo, abandonar al herido es seguir construyendo una cultura del destrato, el maltrato, la descalificación, el abuso de autoridad y de poder que corre todo límite y engendra más violencia y sufrimiento. No podemos naturalizar lo que no está bien. La descalificación, el maltrato y el destrato no están bien. Por el contrario, el detenernos para hacernos cargo es comprometernos con la cultura del cuidado.

Para hacernos cargo del prójimo, en primer lugar, debemos purificar nuestra mirada, para ver lo que muchos no ven, para ver más allá de la apariencia, para salir de nuestra ceguera, de nuestros ojos narcotizados por lo que nos ofrecen las pantallas, para poder ver la realidad tal como se nos presenta. El buen samaritano fue el único que vio en lo profundo, que supo detenerse para contemplar. Solo podemos ver en serio, cuando nos detenemos para mirar en profundidad, sin apuros ni prejuicios, cuando miramos de forma atenta, amorosa y desinteresada, dejándonos impresionar por lo que vive el otro.

El samaritano se conmovió porque miró con atención, no de forma curiosa, sino amorosa, no de manera calculadora, sino gratuita y se dejó atravesar por lo que miraba. Se supo correr del centro, para dejarse impactar, movilizar interiormente, saliendo de sus propias estructuras y formas habituales de mirar y juzgar la realidad.

Entonces se acercó... Aquí está la clave: no tomó distancia, sino que se implicó y se comprometió con el otro. Sólo se trata de acercarnos, de no tener miedo al contacto, al barro del hermano, a sus heridas, para cargarlo en nuestros hombros, como el mismo Jesús que no pasó de largo, se hizo cargo y nos cargó sobre sí, para levantarnos y ponernos de pie.

Hacernos prójimos es entrar en la revolución del amor. Romper con los convencionalismos del "no hay nada que hacer", del "no queda otra", del "no te metás", para arriesgarse al cambio, a revertir el orden de la indiferencia, del individualismo, del sálvese quien pueda, y trastocarlo en un nuevo orden, intrépido e inédito como el de una mano tendida, una sonrisa, un abrazo cálido, un amor generoso, creativo y desinteresado. Nuestros próceres de Mayo pensaron en las próximas generaciones, y no en las próximas elecciones, tuvieron un alma grande, libre de toda mezquindad.

Como al buen samaritano, así también a nosotros, se nos pide esa magnanimidad, esa grandeza de alma, de saber renunciar a nuestros propios criterios, para abrazar una causa más justa y más amplia, la de la fraternidad. Sólo la causa del bien común nos hace deponer nuestros intereses particulares, para mirar más alto, y estar a la altura de las circunstancias. Obviamente que no habrán faltado los que se rieron del samaritano, los que no lo entendieron, los que lo criticaron: ¿Cómo fue capaz de levantar a un enemigo? ¿Cómo fue capaz de dejar los prejuicios ancestrales y romper esta tradición de enemistad, por este gesto "ridículo" de compasión? Sólo el amor es capaz de traer paz, de romper las cadenas ancestrales de odios y prejuicios, para comenzar a escribir una historia nueva.

He aquí la verdadera revolución, la que no sabe de pleitesías o reverencias a ideologías muertas y desencarnadas, sino la que se aventura en la audacia del amor, de la entrega, de la generosidad y del sacrificio de la propia vida, la que se arriesga a lo nuevo, la que abre caminos de diálogo, perdón, consenso, reconciliación. Caminos poco trillados y, por eso mismo, solitarios e incomprendidos por otros, pero que hacen historia y marcan la diferencia. Como la marcó este extranjero, capaz de vencer tantos prejuicios y animarse a seguir su corazón, vacío de sí mismo, y lleno de projimidad, con total libertad, sin esclavitudes ni componendas, sino solo con la osadía del amor...

Un amor que es concreto. Ve y haz tú lo mismo, nos dice Jesús. Se trata de una compasión afectiva, pero, sobre todo efectiva. Los verbos del Evangelio son contundentes: lo vio y se conmovió, se acercó y vendó sus heridas, cubriéndolas con aceite y vino, lo puso sobre su propia montura, lo condujo a un albergue y se encargó de cuidarlo... El amor es creativo, inclusivo e incluyente. El amor es capaz de poner en movimiento a otros, generando una red de contención, buscando a otros para ayudar, como lo hizo el samaritano. Esta es la cultura del cuidado, no la de los bellos discursos, sino la de las acciones reales y concretas. Esto nos encomienda Jesús: cuidarnos, ocuparnos del otro, no pasar de largo, hacernos cargo. En medio de una sociedad que expulsa, margina, divide, enfrenta y confronta, Jesús nos propone el cuidado amoroso y desinteresado. Esta es la verdadera revolución que el mundo está necesitando: la revolución del amor, la revolución de la ternura, la revolución de la cercanía, la revolución del cuidado.

Concluyo con unas palabras del Papa Francisco en su encíclica Fratelli Tutti: Simplemente hay dos tipos de personas: las que se hacen cargo del dolor y las que pasan de largo; las que se inclinan reconociendo al caído y las que distraen su mirada y aceleran el paso. En efecto, nuestras múltiples máscaras, nuestras etiquetas y nuestros disfraces se caen: es la hora de la verdad. ¿Nos inclinaremos para tocar y curar las heridas de los otros? ¿Nos inclinaremos para cargarnos al hombro unos a otros? Este es el desafío presente, al que no hemos de tenerle miedo. En los momentos de crisis la opción se vuelve acuciante: podríamos decir que, en este momento, todo el que no es salteador o todo el que no pasa de largo, o bien está herido o está poniendo sobre sus hombros a algún herido. (FT 70)

La historia del buen samaritano se repite: se torna cada vez más visible que la desidia social y política hace de muchos lugares de nuestro mundo un camino desolado, donde las disputas internas e internacionales y los saqueos de oportunidades dejan a tantos marginados, tirados a un costado del camino. En su parábola, Jesús no plantea vías alternativas, Él confía en lo mejor del espíritu humano y con la parábola lo alienta a que se adhiera al amor, reintegre al dolido y construya una sociedad digna de tal nombre. (FT 71) Pidamos a Dios que nos anime en esta cultura del cuidado, dejándonos cuidar por Él y por su amorosa Providencia, para así comprometernos en el cuidado a los demás. Recemos para que así sea.

Padre Juan Ignacio Liébana, obispo de Chascomús