Miércoles 25 de diciembre de 2024

Documentos


Domingo de Ramos

Homilía de monseñor Marcelo Julián Margni, obispo de Avellaneda-Lanús., en la Eucaristía del Domingo de Ramos en la Pasión del Señor (Iglesia Catedral, 24 de marzo de 2024)

En este pórtico de nuestra Semana Santa, el Domingo de Ramos, escuchamos dos pasajes del Evangelio según san Marcos: la entrada de Jesús en Jerusalén y, ahora, el relato de su pasión. Marcos ha querido resaltar la humanidad de Jesús, la valentía de su humildad y su confianza en Dios, al escribir su evangelio precisamente para una comunidad que, como Jesús, estaba sufriendo la hostilidad y la violencia. Así, también ahora, estas páginas pueden ofrecernos una mirada que ilumine nuestra propia vida de fe y, sobre todo, que nos aliente en el seguimiento de Jesús al afrontar la adversidad, especialmente en este tiempo.

Los gritos de hosanna, que acompañaron al Señor como un canto de triunfo durante su entrada en Jerusalén, son el primer gran malentendido de la última semana en la vida de Jesús. Lo aplauden porque esperan que este Mesías les devuelva el poder perdido del reino de David. Parecería que no pueden reconocer que el Mesías, al que están animando con sus cantos, no viene para ejercer ninguna violencia ni ningún acto de fuerza; al contrario, se ofrecerá a sí mismo como sacrificio para que todos puedan experimentar una nueva libertad, que ningún reino de este mundo ofrece.

Sin embargo, entrar montado en burro debe haber despertado preguntas y alentado esperanzas. La profecía de Zacarías habló claramente: «Mira: tu rey viene hacia ti; él es justo y victorioso, es humilde y está montado sobre un asno, sobre la cría de un asna» (Zc 9, 9).

El Mesías Jesús no trae guerras para ganar, sino paz para afirmar. Avanza a paso sereno sobre un animal de carga, no montado sobre un imponente carro de guerra. Aquellos que, como él, eligen el camino de la mansedumbre y cargan con el peso de una realidad herida por la injusticia, antes que ceder a la violencia, experimentan una nueva forma de vivir y abren caminos nuevos. No es la posesión, sino el don de sí mismo, la entrega en la libertad y el amor, el que hace la felicidad. Quien está obligado a servir es sólo un esclavo, pero quien elige servir es, en cambio, otro Cristo.

La historia de la pasión y la muerte de Jesús en el Evangelio según Marcos nos ayudan a ir todavía más a fondo en esta perspectiva.

Llama la atención la actitud pacífica de Jesús ante su arresto y los episodios de violencia que lo rodean, mostrándolo como un modelo de entrega y de no violencia. No es un signo de debilidad o de falta de coraje, menos aún es un silencio enfermizo que quiere tapar la injusticia. Es el silencio corajudo, sanísimo, ese que no reacciona con la agresión o la hostilidad frente a las provocaciones, el silencio que no se descompone frente a la arrogancia, a la provocación, al insulto y a la calumnia. Es el silencio noble que testimonia lealtad y rectitud, y la confianza de que la causa noble por la que se entrega finalmente triunfará. Con la misma lucidez de Jesús, el cristiano no es alguien que se resigna, sino aquel que ama la verdad y la justicia más que su propia vida, y sabe que la mentira y la injusticia no tendrán la última palabra.

Pero el Jesús de quien nos habla el Evangelio no es un héroe incapaz de conmoverse. Marcos ha querido mostrarnos el rostro humano de Jesús ante su pasión. Lo vemos experimentar el miedo y la angustia, lo contemplamos sufriente y cargado de dolor. Es un rostro que lo hace infinitamente cercano y accesible a nosotros, los creyentes. Más todavía, Marcos nos presenta un Jesús que enfrenta su pasión en completa soledad. Esa experiencia de abandono y desolación que enfrentan creyentes y justos en las horas difíciles.

Allí, el silencio de Jesús cobra toda su fuerza. Ante las acusaciones y provocaciones, Jesús guarda silencio. No pierde aquella mansedumbre que eligió al entrar en Jerusalén montado en un humilde asno. La fuerza de Jesús reside precisamente en ese testimonio de mansedumbre, en esa humilde fidelidad de quien no cede a la violencia.

Al final, viéndolo morir de este modo, viéndolo entregar su vida de este modo, un centurión pagano confesará: «¡Verdaderamente, este hombre era Hijo de Dios!» (Mc 15, 39). La mansedumbre de Jesús es capaz de tocar el corazón y cambiar la vida de todo hombre y mujer que se anime a contemplarlo muriendo así, desarmado, manso, entregado. Es un mensaje más elocuente que cualquier palabra, capaz de ser comprendido por todo ser humano, cualquiera sea su lengua o su pueblo de origen. Porque precisamente para esto ha venido: para conducir a la humanidad entera por el camino de la paz. Cuando, a la hora de su muerte, se rasga el velo del Templo, es señal de que su misión se ha cumplido: la entrega de Jesús nos ha abierto el «camino nuevo y vivo» (Hb 10, 20) que nos acerca al Padre y nos reconcilia entre nosotros.

Preguntémonos en un momento de silencio: Al contemplar así a Jesús, entrando manso y humilde en la Ciudad santa, entregando su vida desarmado de toda violencia, ¿qué nos invita a vivir el Evangelio? ¿Qué pasos estamos llamados a dar, cada uno y cada una, en su propia vida?

Tengamos el coraje de José de Arimatea. Tras la muerte violenta de este Jesús manso y pacífico, no teme identificarse como su seguidor. Es un modelo de coherencia y de valentía en el camino de la fe, del que todos –creo- podemos aprender. No se trata de grandes acciones ni de muestras de fe grandilocuentes; se trata del humilde coraje de seguir los pasos de Jesús, de abrazar su mismo camino de mansedumbre y entrega, de amar hasta el final como Aquel que nos amó hasta el final.

Y no olvidemos nunca la profesión de fe del centurión: «¡Verdaderamente, este hombre era Hijo de Dios!», ni la oración confiada de Jesús en el huerto de la agonía: «Abba, Padre» (Mc 14, 36). En la hora desoladora de la pasión, Jesús vuelve a ponerse en las manos de un Dios en quien puede confiar, al que puede invocar como Padre, cuyo amor paternal no lo abandona jamás. Tampoco nosotros, en las horas de sufrimiento y desolación, estamos abandonados a nuestra suerte. También nosotros verdaderamente somos hijos e hijas de Dios. También nosotros, en nuestras horas oscuras, podemos ser sostenidos por esa confianza.

Mons. Maxi Margni, obispo de Avellaneda-Lanús
Iglesia Catedral, 24 de marzo de 2024.