Martes 24 de diciembre de 2024

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Mensaje de Navidad

Mensaje de monseñor Fray Carlos Alfonso Azpiroz Costa OP, arzobispo de Bahía Blanca para la Navidad de 2023

“Cristo, entre ustedes, la esperanza de la gloria”
(Colosenses 1, 27)

Muy queridos hermanos y hermanas:

Desde el Monasterio Santa Clara de Asís (Puán) deseo saludarlos con ocasión del Tiempo de Navidad y compartir con ustedes una reflexión inspirada en expresiones, frases y pensamientos del Beato Cardenal Eduardo Francisco Pironio, profeta de la Esperanza. La cita paulina del título de esta reflexión, ha sido su lema episcopal. Inspirado en sus palabras y gestos… que tanto bien me han hecho, también se las presento como un filial homenaje a la espera del encuentro definitivo…

El mismo día de la ceremonia de beatificación en Luján, sábado 16 de diciembre, por la noche varias localidades de nuestra arquidiócesis –especialmente Bahía Blanca, Punta Alta y zonas aledañas- fueron duramente golpeadas por severas tormentas con vientos de gran velocidad y lluvias que provocaron la muerte de varios hermanos y hermanas, numerosos heridos, grandes destrozos con una muy grande cantidad de árboles, torres y postes de luz, techos caídos o muy dañados, incluso en templos, capillas, centros comunitarios, etc., por no mencionar cortes generalizados de energía eléctrica, pérdidas materiales y un sinnúmero de consecuencias… [Nota: Otras tormentas muy fuertes han azotado el amplio territorio de nuestra arquidiócesis en los días posteriores… provocando severos daños].

El jueves 21 de diciembre celebramos la Santa Misa en la Catedral Nuestra Señora de la Merced rogando por los fallecidos, los heridos y hospitalizados, los que han sufrido las consecuencias de las inclemencias del tiempo. También, porque ese es el sentido de toda Eucaristía, hemos dado gracias a Dios por la bondad de muchos hermanos y hermanas que han acudido de muchas y diversas maneras para intentar paliar tanto dolor (Instituciones civiles, eclesiales, movimientos, voluntarios, autoridades y gente de a pie) de modo más o menos organizado o espontáneo, siempre solidario y fraterno, porque -gracias a Dios- el sufrimiento del prójimo no deja de golpear la puerta de nuestros corazones.

Tanto los gozos y alegrías como las tristezas y angustias, nos invitan -al mismo tiempo- a recordar y esperar; acudir, acompañar y permanecer; ¡ser fieles! ¡perseverar!

La Fe es en cierto modo la memoria del creyente que recuerda el paso de Dios por la vida personal y comunitaria. La Esperanza nos tensiona hacia el futuro, asegurando que dicha Fe tenga una dirección y no se encierre en una nostalgia -más o menos dulzona- de los buenos tiempos idos. La Caridad, es el Amor de amistad con el que Dios nos ama e invita a amarlo y a amar a los demás ¡especialmente en los tiempos difíciles! De esta manera, la Fe, la Esperanza cobran vida y nos meten de lleno en el “hoy”, ¡el presente, tal como éste se presenta! (permítanme el juego de palabras).

Estamos celebrando el Tiempo de Navidad contemplando a Dios que ha visitado y redimido a su pueblo. Isaías, cuando profetiza en tiempos de dolor y desaliento, nos exhorta: “Fortalezcan los brazos débiles, robustezcan las rodillas vacilantes, digan a los que están desalentados: «¡Sean fuertes, no teman: ahí está su Dios! Llega la venganza, la represalia de Dios: él mismo viene a salvarlos»” (35, 3-4).

¡Sí! ¡Dios visita a su Pueblo, también en estos tiempos difíciles! No podemos ni debemos limitar los males que padecemos a las inclemencias meteorológicas y sus consecuencias de muerte y dolor. Somos también testigos de muchos males que son causados por el mismo ser humano: la carrera armamentista y sus efectos inmediatos: más guerras, conflictos, enfrentamientos, persecuciones, pobreza, migraciones forzadas, hambre, etc. A esto sigue el mal que todo esto provoca en el corazón con sus secuelas de rencor, revancha y resentimiento.

Entonces buscamos responsables, “algo” o “alguien” que nos explique el porqué de tanto mal; que nos ofrezca una palabra, una respuesta. Desde el fondo del corazón surgen lamentos y quejas: ¡Esto no puede seguir así! ¡Hay que detenerlo!… ¡Que alguien haga algo y detenga toda esta locura! También se presenta otra posibilidad: la resignación, el silencio (bancársela, aguantar, resistir, aprender a manejar el dolor, etc.).

En la Sagrada Escritura, no encontramos quizás una “explicación” acabada del dolor (el por qué o para qué, etc.) tal como lo querríamos: a modo de una fórmula clara y distinta que nos lo explique o que simplemente funcione como un bálsamo mágico que haga desaparecer ese sentimiento. En definitiva, seguimos buscando quizás las causas o causantes del mal. Ensayamos respuestas morales y posibles acusaciones (o defensas): “Lo que pasa es que…”; “se debería… hacer o no hacer tal cosa…”; “¿Dónde está Dios?”, etc. Pero ¿acaso esto calma o mitiga el sufrimiento?

Es verdad que el Señor –en su Palabra- nos ofrece aquí o allá algunas pistas para comprender o asumir el mal o dolor físico, moral, psicológico, espiritual… ¡Pero no nos resulta fácil poder encontrar siempre el consuelo que esperamos o buscamos!

Impresiona en el episodio de la zarza ardiente, cuando –desde ella- el Señor se manifiesta a Moisés y le dice: “Yo he visto la opresión de mi pueblo, que está en Egipto, y he oído los gritos de dolor, provocados por sus capataces. Sí, conozco muy bien sus sufrimientos. Por eso he bajado a librarlo del poder de los egipcios y a hacerlo subir, desde aquel país, a una tierra fértil y espaciosa, a una tierra que mana leche y miel (…). El clamor de los israelitas ha llegado hasta mí y he visto cómo son oprimidos por los egipcios” (Éxodo 3, 7-9).

Podemos encontrar también en el libro de Job (tan duramente golpeado por el sufrimiento) reflexiones profundas acerca de los motivos, causas y consecuencias del dolor. ¡Pero Dios mismo desautoriza a quienes, como buenos y típicos “sabelotodo”, explican los porqués de dicho mal sufrido y la culpa por merecer dicho castigo!

El Libro de los Salmos pone en los labios del corazón que suplica todas estas preguntas mezcladas con gritos, lágrimas, silencios, rabias, consuelo, compañía, ayuda, tristeza, luz.

De todas formas, hay algunas certezas que nos animan a seguir andando nomás. En muchas ocasiones y circunstancias, el Señor –ante el sufrimiento- llama a sus elegidos (sacerdotes, profetas, reyes, hombres y mujeres) para manifestar y acompañar a su pueblo, consolándolo en el dolor. En esos casos, también encontramos frases que más o menos se repiten en toda llamada (vocación) que Él suscita para el bien y consuelo de su pueblo:

Ve, yo te mando (porque si hay vocación: hay un llamado de su parte y no una mera ocurrencia personal más o menos buena o solidaria).

No tengas miedo (porque el desafío de consolar el dolor es muy grande, superior a nuestras fuerzas y nos da miedo).

Yo estoy contigo (porque Él no se aparta de los que sufren y de los que intentan ser consuelo en el dolor).

Es verdad, quizás no encontremos en la Palabra – Libro del Pueblo de Dios- un discurso acerca del sufrimiento o del dolor y sus causas. ¡Tampoco en el Evangelio encontramos un pasaje que nos responda tal cual nosotros quisiéramos a dicha pregunta!

Jesús mismo, carne de nuestra carne, sangre de nuestra sangre, hueso de nuestros huesos -desde su misma infancia como lo leemos en estos días de la Octava de Navidad- ha sufrido como nosotros, porque nosotros sufrimos y porque nosotros también hacemos sufrir. Desde esas primeras páginas del Evangelio también llegamos a comprender también que Jesús muere ¡porque nosotros morimos y porque nosotros somos capaces de matar!… ¡Cristo no vino a “explicar” el dolor, pero sí ha querido llenarlo de su presencia!

La Esperanza -tan cercana al corazón de las cuatro semanas del Tiempo de Adviento e invocada en los deseos más profundos de “las Fiestas”- ha de comprenderse de una manera diferente de la simple “espera” o de la mera “expectativa”.

La espera se refiere a algo que el ser humano puede alcanzar fácilmente y por sus propias fuerzas (el que inicia un viaje y espera llegar a su término; que el colectivo, ómnibus o tren… pasen de una vez por todas, etc.).

La expectativa se refiere a un bien futuro y difícil, que no podemos alcanzar sin ayuda ajena. Por ejemplo, los candidatos a los más diversos cargos públicos, muchos de ellos difíciles de obtener y fruto de muy reñidos procesos eleccionarios, permanecen en una ansiosa y a veces angustiosa “expectación” del resultado, que no depende de ellos sino de los sufragios de los electores.

La Esperanza cristiana –que queremos comprender más profundamente en estos tiempos difíciles- se refiere a un bien altísimo que no podemos alcanzar por nuestras propias fuerzas, sino sólo con la ayuda y la gracia de Dios. El objeto de la vida cristiana es la bienaventuranza o felicidad eterna –bien arduo y difícil, pero posible alcanzar, no por nuestras fuerzas puramente humanas o naturales, pero sí con el auxilio omnipotente de Dios que nos ofrece siempre su bondad y misericordia infinitas. Solamente Él puede ofrecernos: un “para siempre”: la Salvación, la Vida eterna, el Cielo, la Bienaventuranza…

No hace falta repetirlo, pero sí meditarlo mucho, rumiarlo en el corazón: vivimos tiempos difíciles. A cada uno de nosotros nos corresponde con toda libertad y realismo, yendo más allá de la crónica histórica o periodística, explicar por qué hacemos referencia o hablamos de “tiempos difíciles”.

A las inclemencias del tiempo locales, nacionales, universales (muchas provocadas por cambios climáticos causados también por el actuar del ser humano), sumamos cuestiones de diversa índole: políticas, sociales, económicas, etc. Deberíamos quizás adentrarnos en temas complejos y tortuosos que no pretendo ni podría -aquí y ahora- analizar…

Leemos en el Profeta Jeremías: “Nada más tortuoso que el corazón humano y no tiene arreglo: ¿quién puede entenderlo?” (17, 9). Sondeando el corazón humano –el tuyo, el mío, el nuestro- surge, inevitable, la pregunta que el mismo profeta se hace y repito: “¿Quién puede entenderlo?”. El Señor no tarda en responder: “Yo sondeo el corazón… para dar a cada uno según su conducta, según el fruto de sus acciones” (Jeremías 17, 10).

“La Esperanza que va más allá del final”
En este camino -propio de un tiempo tortuoso y difícil- nos anima la Esperanza. ¡La Esperanza va que va más allá del final! (título de uno de los más bellos poemas de Karol Wojty?a – San Juan Pablo II, que puede encontrarse en las redes más usadas).

Dios no nos envía a abrir nuestras manos y corazones a los necesitados, acudiendo al llamado en pos de una solidaridad afectiva y efectiva; ni nos pide que recemos por ellos para que lo “difícil” sea “fácil” … ¡Sino para que los tiempos difíciles sean tiempos de salvación, de gracia y de amistad social!

Quien vive la esperanza viaja en un clima de confianza y abandono pudiendo decir con el salmista: “Señor tú eres mi fuerza, mi Roca, mi fortaleza y mi libertador, mi Dios, el peñasco en que me refugio, mi fuerza salvadora, mi baluarte” (Salmo 18, 3). “Aunque acampe contra mí un ejército, mi corazón no temerá; aunque estalle una guerra contra mí, no perderé la confianza” (Salmo 27, 3).

¿No es exageradamente entusiasta este salmista? ¿Es posible que a él le hayan salido siempre bien todas las cosas? No, no le salieron bien siempre. Sabe –y lo dice- que los malos son muchas veces afortunados y los buenos oprimidos. Incluso, también en los salmos encontramos preguntas acuciantes, dolorosas: “¡Despierta, Señor! ¿Por qué duermes? ¡Levántate, no nos rechaces para siempre!” (Salmo 44, 24). Sin embargo, este orante conservó la esperanza, firme e inquebrantable. A él y a todos los que esperan, se puede aplicar lo que dijo San Pablo acerca de Abraham: “Creyó esperando contra toda esperanza” (Romanos 4, 14).

Es posible que –por tantos y tan diversos motivos- cada uno de nosotros, nuestras familias o comunidades hayan dado lugar en su corazón al desaliento y la tristeza, la desilusión y la amargura.

Además de lo que cada uno supiera, pudiera o quisiera describir personalmente, también se respira –es verdad- cierto desaliento colectivo, comunitario, social. Constatar aquello que está a nuestro alcance “poder hacer” (ayudar, transformar, colaborar) ¡parece poco, insuficiente o quizás también estéril! Pareciera incluso que muchas instancias o estructuras temporales (sociales, políticas, económicas, etc.) son impenetrables a nuestro mensaje; vemos que –usando una imagen de San Agustín- “la ciudad del hombre se construye al margen de la ciudad de Dios”. ¡Todo esto y tantas otras cosas que no viene al caso enumerar, pueden arrastrarnos al negativismo! Sintiéndonos así, es muy probable que nos abrume o asalte la desesperanza.

Para seguir andando es importante detenernos y asumir estos tiempos difíciles para poder comprender, “cuál es la anchura y la longitud, la altura y la profundidad” de la Esperanza, virtud teologal que infunde Dios mismo en nuestros corazones para que seamos colmados de su plenitud (cf. Efesios 3, 18-19). Permítanme señalar algunas notas de la Esperanza para estos momentos en los cuales podemos confundirnos…

 “Esperando contra toda esperanza” (Romanos 4, 18)

La Esperanza, no es insensibilidad, indiferencia o irrealismo:
-La esperanza no es “insensible”; no suprime o cancela la sensibilidad frente al mal y el dolor ajeno (enfermedad, separación, muerte). Incluso podríamos decir que la esperanza nos invita a una mayor sensibilidad (sintiendo como propias las necesidades de los demás también).

-Tampoco podemos confundir la esperanza con la “indiferencia”. La indiferencia es una especie de negación y de vacío. La esperanza en cambio es una riqueza interior y por ello invita a una valoración positiva del mundo y del ser humano.

-La esperanza tampoco es “irrealismo”. Eso es desnaturalizar la esperanza. Es también falta de realismo y no auténtica esperanza creer todo anda bien, que todas nuestras instituciones, comunidades marchan bien, o que todos los creyentes son eficientes y santos (o que todos nos aprecian sin filtro).

La Esperanza es “tensión hacia el futuro”, porque es una virtud activa, e implica lucha; busca un bien futuro, posible, aunque arduo y difícil. Es vivir en y hacia un futuro que ya está inicialmente presente. Pero claro, es esencial a la esperanza un cierto grado de incertidumbre, supone una aventura, un riesgo. La esperanza es virtud de conquista, positiva e implica una expectativa, aunque no se identifica con ella.

La esperanza exige la fortaleza, para superar las dificultades, asumir la cruz con alegría, conservar la paz y contagiarla ¡No hay esperanza de lo fácil o evidente! Además, la fortaleza no implica “poderío” o “agresividad” sino más bien firmeza, constancia, perseverancia y por ello un compromiso activo, audaz, creador.

A la vez la esperanza es liberación interior y por ello va de la mano de la pobreza. Es desprendimiento de bienes temporales. Porque podemos pecar contra la esperanza de dos maneras: instalarnos en el tiempo perdiendo la perspectiva de eternidad o evadirnos del tiempo con una resignación pasiva y perezosa llorando los tiempos idos o soñando que pase la tormenta. Si vivimos adheridos a las cosas, personas y –claro- a uno mismo, pecamos contra la esperanza. Pero, al contrario, si negamos los valores temporales de la amistad, la belleza, la salud, también se peca contra la esperanza porque estos son los medios normales para conseguir ese difícil bien propio de esta virtud.

La esperanza es posesión inicial, germinal. Sí, porque lo que esperamos no lo poseemos todavía, no tenemos la plena posesión del bien que deseamos, pero tenemos sus primicias. Si no fuera así no podríamos esperar ni desear. No podría haber movimiento, ni tensión, ni apetencia si el bien no se nos hubiera ya dado o mostrado de algún modo. La esperanza teologal se refiere a la posesión plena de Dios en la gloria, pero se basa en la posesión de Dios por la gracia. La gracia es la vida eterna comenzada. Como dice Santo Tomás de Aquino: es la semilla que contiene virtualmente todo el árbol.

La esperanza es el gozo anticipado de la vida eterna, en toda su dimensión y en todas sus etapas. Es verlo a Dios como Él se ve, amarlo como Él se ama, gozarlo como Él se goza. Esto ocurrirá en el cielo, pero lo participamos de algún modo en la tierra por la gracia (que es el despliegue de la amistad con Dios) y las virtudes. Esperar la vida eterna no es sólo esperar el cielo, sino esperar en el tiempo, ahora, la santidad en todas sus etapas y sus manifestaciones.

Si la esperanza es el gozo anticipado de la vida eterna ¡la vida eterna es el gozo definitivo de lo esperado! ¿Qué es lo que esperamos?: La Felicidad, que no es otra cosa que la posesión de un bien intuido por la FE; perseguido por la ESPERANZA; alcanzado por el AMOR ¡para siempre!

Tal vez podamos confundir la esperanza y la confianza. Pero en realidad, la confianza, es el motivo y el sostén de la esperanza. Son muchas las dificultades que nos pueden asaltar, pero lo que nos sostiene es la promesa y fidelidad divina. Dios se nos ha manifestado y nos ha invitado a su intimidad, confiados en su Palabra, esperamos en Él.

Tal vez en este camino hacia a Dios experimentamos el desaliento, la frustración, nos sentimos solos y –por ello- no vemos fructificar nuestros esfuerzos. Esto nos puede pasar, muchas veces, porque olvidamos la dimensión social de nuestra esperanza: somos un pueblo, una familia, un cuerpo que espera. Nunca estamos o caminamos solos, somos un pueblo, una comunidad que marcha a la eternidad.

La esperanza también nos abre a su dimensión social. Esto implica que el Señor nos llama a esperar con los demás y para los demás.

Esperamos con los demás porque somos parte de la Iglesia, somos un cuerpo en marcha hacia la Patria del cielo. Puede flaquear nuestra esperanza, podemos perder entusiasmo o vigor, pero nos sentimos alentados por los demás, los hermanos y hermanas que caminan junto con nosotros – ¡sinodalmente! – porque esperamos con nuestros hermanos y hermanas la glorificación final del cuerpo de Cristo que es la Iglesia.

Esperamos para los demás. Esto es lo que impulsa la misión, la evangelización y le concede su finalidad: ¡Que todos se salven! Esta esperanza se funda en la caridad, pues el amor de caridad hacia todos como el de Cristo, no puede desear nada menos para los demás que lo que deseamos y esperamos nosotros.

 “Alégrense siempre en el Señor. Vuelvo a insistir, alégrense” (Filipenses 4, 4)

Por último, es importante recordar que la esperanza está íntimamente conectada con la alegría. Es así porque la verdadera alegría procede de la esperanza y quien vive en la tristeza fácilmente cae en desesperación. También quien vive la falsa alegría de una suerte de selfie espiritual buscándose nada más que a sí mismo, también caerá muy fácilmente en la presunción.

La Esperanza engendra gozo y el gozo alimenta la Esperanza. Aún en los tiempos difíciles ¡somos testigos alegres de la esperanza! San Pablo nos alienta: “Alégrense siempre en el Señor. Vuelvo a insistir, alégrense” (Filipenses 4, 4). El Señor es la Luz y salvación que nos atrae; es aquel que colma nuestro corazón; es quien impulsa nuestras palabras y obras.

Sólo podremos ser testigos de alegría y esperanza en la medida de nuestra liberación interior, de nuestra purificación, de sanar nuestro corazón, restaurar nuestro camino de santidad y nuestra mirada firme centrada en el Señor.

Las Fiestas de este Tiempo de Navidad sean un impulso para nuestro deseo firme y sincero de poner nuestra vida en las manos de Dios, apartando todo lo que nos aleja de Él y confiando solo en su poder y su palabra.

Alégrense siempre en el Señor. Vuelvo a insistir, alégrense Que la bondad de ustedes sea conocida por todos los hombres. El Señor está cerca. No se angustien por nada, y en cualquier circunstancia, recurran a la oración y a la súplica, acompañadas de acción de gracias, para presentar sus peticiones a Dios. Entonces la paz de Dios, que supera todo lo que podemos pensar, tomará bajo su cuidado los corazones y los pensamientos de ustedes en Cristo Jesús (Filipenses 4, 4-7).

El Apocalipsis y con él, la Biblia, concluye con un bellísimo “diálogo” entre el Señor que vendrá:

El que garantiza estas cosas afirma: “¡Sí, volveré pronto!”
… y el hagiógrafo (“Juan”, quien escribe) quien nos presta su voz para que podamos seguir andando alegres en la Esperanza atravesando estos tiempos difíciles, en el anhelo de la salvación definitiva:

“¡Amén! ¡Ven, Señor Jesús!”
Me sumo a esta súplica saludándolos también como lo hace el final del Apocalipsis: Que la gracia del Señor Jesús permanezca con todos. Amén (22, 20-21).

El Señor les conceda un Año 2024 lleno de cosas buenas, verdaderas y bellas ¡cosas de Dios!

Nos proteja y cuide Nuestra Señora y Madre de la Merced a las puertas del 90º aniversario de la creación de nuestra Diócesis de Bahía Blanca.

¡Beato Eduardo Francisco Pironio, profeta de la Esperanza, ruega por nosotros!

Monasterio Santa Clara de Asís (Puán) 28 de diciembre de 2023 (Fiesta de los Santos Inocentes).

Mons. Fray Carlos Alfonso Azpiroz Costa OP, arzobispo de Bahía Blanca