Miércoles 25 de diciembre de 2024

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En el desierto hacia la Pascua

Homilía de monseñor Víctor Manuel Fernández, arzobispo de La Plaa, durante la misa crisma (Iglesia catedral, 5 de abril de 2023)

Hermanas y hermanos, quiero invitarlos a que estos sean unos días espiritualmente intensos y decisivos, para todos, también para los sacerdotes. Los invito a una aventura del Espíritu en esta Semana santa. Es un tiempo breve, son pocos días, pero están llenos de gracia y son el corazón de todo el año litúrgico.

Las lecturas de hoy nos hablan de un Dios que trae consuelo y liberación a un pueblo sufrido, que ha pasado por el desierto de la cruz. A nosotros nos preanuncia el gozo liberador de la Pascua, pero primero tenemos que compartir con Cristo su pasión y su cruz.

Por eso hoy entramos juntos al desierto. Desde hoy hasta la Resurrección penetramos juntos en un espacio de liberación que aceptamos libremente. Otras veces el desierto se nos viene encima sin que lo aceptemos, y se convierte en un estado del alma, sumergida en la aridez, el desencanto, la oscuridad, el abandono interno, la soledad con gusto a vacío.

Pero en estos días queremos entrar libremente a lo hondo del desierto, respondiendo al llamado que el Señor está haciendo en el fondo de nuestros corazones.

En el libro del profeta Oseas el Señor presenta a su pueblo huidizo y pecador como una prostituta de la cual él se ha enamorado. Intenta de muchas maneras recuperarla y finalmente toma esta decisión: “Voy a seducirla, la llevaré al desierto y le hablaré al corazón” (Os 2, 16).

Si el desierto es aridez, soledad, desapego, aunque pueda ser necesario pasar por allí, uno quiere salir de esa aridez. Pero si el Señor te hace entrar allí es con un objetivo claro: seducirte. A vos. Y hablarte al corazón. ¿Podés imaginar qué tendrá para decirle Dios a tu corazón? No serán cosas superficiales.

Por lo tanto, si quieres salir pronto del desierto, dejá que cumpla su función, permitile al Señor que te seduzca y que surja una nueva alianza con él, una unión mucho más bella y firme.

Porque en realidad no estás allí para sufrir, para sacrificarte. Estás allí para que estés disponible y te dejes transfigurar por el amor infinito.

Hace falta experimentar a fondo esa soledad honda del corazón, dejarla aflorar con toda libertad, hasta que se convierta en un grito inevitable: “¡Ven Señor!”.

Llegará un momento en tu vida en que entrarás a fondo al desierto. Sólo así llegarás al centro de tu ser, a tu plenitud, a lo más sabroso e intenso de la existencia humana, a las cumbres místicas. Escaparás y escaparás de ese momento, pero deberá llegar. El desierto es necesario, no es opcional.

El padre Rafael Tello decía que aunque pasemos la vida en una familia rica todos estamos llamados a la pobreza total, al desprendimiento absoluto. Y si no lo vivimos durante la vida lo viviremos en el momento de la muerte, pero seremos pobres para unirnos al anonadamiento de Cristo y para estar plenamente abiertos al amor de Dios que nos salva.

No se trata simplemente de una pobreza material. Entrar al desierto es quedar completamente solos, sin poder aferrarnos a nada, entrar en el vacío total que es perfecta libertad.

Allí podés descubrir quién sos y cuál es el verdadero sentido de tu vida.

San Juan de la Cruz enseña que la soledad bella y preciosa no es el aislamiento sino que es el no estar apegados a nada. Es cuando uno “ha querido estar a solas de todas las cosas creadas” y así acepta liberarse de todo “consuelo y apego de las creaturas”. La verdadera soledad del alma, donde Dios puede reinar, es el desapego.

Entonces no se trata de escapar de los demás. Porque cuando no sabemos amar y no soportamos a los hermanos en realidad nos apegamos a nuestro tiempo libre, a nuestras pequeñas cosas, a nuestras costumbres, a nuestro aislamiento.

Esa no es una soledad sana. A veces la verdadera soledad que Dios ama se produce cuando estamos sirviendo a los demás, porque hemos renunciado al apego por nuestros gustos y comodidades, al apego por nuestro estilo individualista.

Ustedes me dirán: pero estos días está la tarea pastoral. Precisamente, y no es ningún obstáculo. Al contrario. Cuando uno no tiene ganas de servir, quedarse solo es una tentación. Esa persona entrará a su verdadero desierto cuando acepte el desafío de la fraternidad, cuando se pierda en el mar de la vida compartida, cuando se incline ante los pobres. Entonces abandonará su autosuficiencia y su corazón estará disponible para el pleno encuentro con Dios y consigo mismo.

El desierto es abandono, despojo, liberación, renuncia a toda dependencia terrena, es tirar las muletas, las máscaras y los escudos para estar disponibles ante la gracia transformadora, aunque estemos en medio del mundo, del ruido y del trabajo.

San Juan de la Cruz dice que es, aunque no te falte nada, “estar desnudo de todas las cosas”, dejar de rechazar lo que te pasa, dejar de oponer resistencias, abandonarte y entregarte aun en medio de tu tarea.

Sin embargo, hacen falta momentos para estar solos frente a frente con Cristo, abrazados a él, colgados de su cruz, experimentando con él la aridez del desierto, muriendo con él. Es ese silencio sagrado donde se van apagando todos los ruidos, pero no sólo los sonidos, sino los ruidos interiores: los reclamos, los reproches, los miedos. Todo calla para que sólo reine Cristo. Qué hermoso será que ese momento se produzca en esta semana.

San Juan de la Cruz dice también que “el alma que no tiene otra cosa que la entretenga fuera de Dios, no puede estar mucho tiempo sin que la visite el Amado”.

Por eso recomienda: “andar siempre en la presencia de Dios, sea real, imaginaria o unitiva, de acuerdo con lo que le permitan las obras que esté haciendo”. “Sea que coma, beba, hable con otros, o haga cualquier cosa, siempre ande deseando a Dios y apegando a él su corazón, porque esto es algo muy necesario para la soledad interior”. Aunque duela, el desierto es unión, es presencia, es abrazo, es una soledad transfigurada por la mayor hermosura.

Esa es la soledad que sí vale la pena, la soledad transformada por la gracia y el Amor. Entonces se cumple en tu vida lo que promete el Salmo: “Coloca en el Señor tus delicias y él te dará lo que pide tu corazón” (Sal 37, 4).

¿Cuándo llegará tu momento de entrar al desierto? Será la gran peregrinación de tu vida, quizás más decisiva que tu propia muerte. La pregunta es cuándo, cuando aceptarás entrar en ese despojo y desarraigo para que puedas dejarte abrazar de corazón por Dios como tu único Absoluto, como el Amor total que sostiene tu vida sin palabras y sin preguntas.

Ojalá puedas hacerlo sin necesidad de caer en un abismo. Ojalá puedas hacerlo ahora por tu propia decisión, por una elección de tu libertad. Hay quienes son capaces de hacerlo en medio de una vida más o menos tranquila y feliz.

Otros, más lentos y torpes, necesitamos que la vida misma nos arrastre y no nos quede opción. Pero allí vamos para llegar a una preciosa y feliz madurez de nuestra vida, para que se cumpla en nuestro ser el proyecto eterno y maravilloso de Dios. Ojalá puedas entrar al desierto en estos días santos.

La pregunta que te hago hermano es cuándo llegará tu momento de entrar en el desierto.

Cada uno llega por un camino diferente. Unos llegan gracias a una gran humillación, otros llegan gracias a una enfermedad que los limita completamente, otros llegan por un fracaso, otros llegan porque se cansan y asquean de todo, otros llegan porque viven un deslumbramiento poderoso ante la belleza y el amor de Dios, otros llegan gracias al testimonio de personas entregadas, otros llegan por una decisión de su voluntad.

¿Por qué no entrar ahora, en estos días de la pasión y de la cruz del Señor? ¿Y si nos decidimos a entrar precisamente en estos días?

Entonces sí llegará el Señor con un año de gracia, como prometen las lecturas de hoy, llega con la fuerza del consuelo, llega con su potencia liberadora, llega y cambia el luto por el óleo de la alegría, llega y nos unge con un ministerio fecundo: “Y ustedes serán llamados ministros de nuestro Dios”. Cumplirán de verdad en esta tierra la gran misión para la cual han sido creados.

Es cuestión de deseo, de ganas, de anhelo, de querer más y más de Dios, aunque no sepamos si nuestro amor es grande o pequeño, si es puro o imperfecto.

Lo que no podemos hacer es dejar de desearlo, porque esa es la muerte espiritual. En cambio, dice san Francisco de Sales, que cuando sentimos en nosotros el deseo del amor sagrado, sabemos que comenzamos a amar” (S F. Sales)

Y si no reconocés ese deseo, durante un tiempo pedile al Señor que te conceda la gracia de experimentarlo. Y cuando tu deseo se convierte en búsqueda descubrís aquello que decía San Juan de la Cruz: “Si el alma busca a Dios, mucho más la busca su Amado a ella”.

Porque lo primero que él tiene para decirte, en cualquier circunstancia, es que te ama. Y no importará si afuera hay un inmenso desierto. Lo que importa es que no estarás solo.

¿Cómo culmina esta experiencia del desierto? En una aceptación, como si de tu corazón ante la Cruz brotaran con espontaneidad y sinceridad estas palabras: “Acepto que me tomes. Tómame Señor. Acepto los fracasos, las humillaciones, las soledades, la muerte, lo que venga, para estar contigo, para unirme a ti. Tómame Señor, ahora y para siempre”.

Tu corazón dirá “aquí estoy Señor”, y sabrás que él está. Los dos juntos ante el mundo infinito, como si estuvieras en el corazón del universo en el momento más decisivo: “Aquí estoy. Tómame Señor”.

Entonces donde estés, cualquier lugar es tu hogar, estás en tu centro vayas donde vayas, y estés con quién estés. Y el ministerio que te ha tocado, allí donde estés, se llena de una fecundidad inaudita.

¿Para qué les he dicho todo esto? Para que cada uno viva, viva esta Semana, no cumpliendo como se pueda y esperando que acabe.

Ojalá puedan entregarse, dejarse llevar por este río donde experimentamos de un modo único y personal la Pasión, donde bebemos hasta el fondo el cáliz, de manera que lleguemos a una Pascua de verdad transformadora y feliz.

En este año que nuestra Arquidiócesis dedica a crecer en la santidad, esta no puede ser una Semana santa cualquiera. De hecho, hoy estamos aquí reunidos como comunidad diocesana y a esta Misa venimos a buscar la ayuda de la gracia para seguir creciendo. Aquí todos los sacerdotes han llegado con miembros de sus comunidades, no sólo para buscar los óleos santos, sino para participar en su consagración. Y aquí estamos reunidos como miembros del único presbiterio diocesano, mirándonos unos a otros con mirada sobrenatural más allá de nuestras diferencias, que parecen conformar una especie de temaikén, o, como le llaman ustedes, un arca. Luego de la Misa los sacerdotes tendremos una breve reunión para celebrar esta comunión presbiteral, y aprovecharemos la ocasión para dar la bienvenida al nuevo Obispo auxiliar, Federico, quien será ordenado en las próximas semanas.

Que atravieses esta Semana codo a codo con Cristo, aceptando vivir con él el abandono total. Pero cómo eso no es obra humana, hacemos silencio y se lo pedimos ahora, como un don, al Espíritu Santo. Así sea.

Mons. Víctor Manuel Fernández, arzobispo de La Plata