Mons. Castagna: 'La presencia de Cristo es reveladora del bien y del mal'
- 2 de agosto, 2024
- Corrientes (AICA)
El arzobispo emérito de Corrientes recordó que "Cristo y el Padre unen sus voluntades para que sólo la de Dios se imponga. Fuera de ella, está el error y el pecado".
Monseñor Domingo Castagna, arzobispo emérito de Corrientes, recordó que "Cristo y el Padre unen sus voluntades para que sólo la de Dios se imponga. Fuera de ella está el error y el pecado".
"La presencia de Cristo es reveladora del bien y del mal. Es hora de atenerse a ella, hasta constituirla en el mandamiento, superior a toda norma humana", planteó en sus suegerencias para la homilía del próximo domingo.
"La legislación que surja del propósito de poner orden necesita adecuarse a la voluntad del Padre, constantemente revelada por el Espíritu Santo. Contradecirlo creará el caos maliciosamente causado por el Maligno", advirtió.
El arzobispo puso como ejemplo lo ocurrido en los orígenes de la historia humana y afirmó que "basta releer el Génesis, en su relato de la tentación y caída de Adán y Eva".
"Las secuelas de aquella estrepitosa caída, predominan hoy, como dolorosa onda expansiva. El pecado del mundo, que el Cordero vino a eliminar, es consecuencia de aquel pecado original", sostuvo.
Monseñor Castagna consideró que ese pecado "sigue vigente, aunque vencido por Cristo inmolado en la Cruz", y señaló: "El sacramento del Bautismo, al aplicar los méritos del Señor, borra aquel pecado y pone, a quien lo recibe, en condiciones de una vida nueva, participada de la que Cristo posee como Hijo del Padre".
Texto completo de las sugerencias
1. Dios perdona de verdad. Jesús manifiesta su fiel sujeción al Padre. Su grandeza consiste en cumplir la obra que el Padre le encomienda, para ello se hace uno de nosotros, sin pecado, para vencer en nuestra naturaleza, que es también suya por la Encarnación, todos nuestros pecados. El 22 hemos celebrado la fiesta de Santa María Magdalena, testigo del perdón que Cristo nos ofrece a todos, venciendo nuestras más infranqueables distancias morales. Dios perdona de verdad, porque elimina definitivamente los pecados que hayamos cometido, por más graves que sean. Existen algunos itinerarios de santos canonizados, de muy difícil comprensión. Dios todopoderoso hace lo que nadie podría hacer, con tal que reconozcamos nuestra situación de pecadores y nos dejemos reunir por Él, nuestro Buen Pastor. El Hijo de Dios acepta la Encarnación para enseñarnos a comportarnos como hijos del Padre y hermanos entre nosotros: "Carguen sobre ustedes mi yugo y aprendan de mí, porque soy paciente y humilde de corazón, y así encontrarán alivio" (Mateo 11, 29). Al sumergirnos en su intimidad nos encontramos con su ejemplar humildad. Se decía de Moisés: "Ahora bien, Moisés era un hombre muy humilde; más humilde que cualquier otro hombre sobre la tierra" (Levítico 12, 3). Jesús es infinitamente más humilde que Moisés. Siendo Dios se hizo hombre, y padeció, sin merecerlo, el castigo por nuestros gravísimos pecados. El amor superior de Dios por los hombres, explicará el Misterio indecible de la Encarnación del Verbo. El espectáculo humillante de su muerte en Cruz, constituye la expresión de tanto amor de Dios por el mundo: "Porque Dios amó tanto al mundo, que entregó a su Hijo único para que todo el que cree en él no muera sino que tenga Vida eterna" (Juan 3, 16). La contemplación de este Misterio produce una invitación a la sincera conversión. Es más conmovedor que la perspectiva del castigo.
2. Vida después de la muerte. El Señor insiste, más allá del alimento material, prodigiosamente multiplicado, en ser aceptado como enviado del Padre. Lo que el mundo necesita no es satisfacer apetencias sensibles sino abrir la perspectiva de la Vida eterna. Jesús es el autor de esa apertura. No deja de referirse a ella en reiteradas ocasiones. El mundo huye del pensamiento de la muerte, como final de la vida temporal, pero, el fin se aproxima inexorablemente para todos. Hombres y mujeres que han tocado las estrellas del éxito, declinan, agonizan y mueren. La verdadera Vida, definitiva y plena, viene después de la muerte. Es preciso desearla y correr hacia ella, como el término en el que encontramos a Dios y a los santos. Jesús vino a despertarnos a esa realidad. Por eso, hace de su comportamiento, y de su enseñanza, una osada propuesta de vida a toda la humanidad. Es un camino hacia arriba, como la senda estrecha que conduce a la Vida. Para recorrerla se necesitará coraje y humildad, términos ascéticos inseparables. La Palabra de Dios, predicada por los Apóstoles y la Iglesia, es desechada en un mundo sumergido en el pecado, y fundada en la mentira, la que el demonio ha sugerido como verdad a los primeros padres. La Buena Nueva está destinada a ese mundo, del que somos parte. Como cristianos, nos urge ser testigos del Evangelio mediante una vida santa. No existe otra manera de testimoniarlo y presentarlo como creíble. Nuestros contemporáneos esperan ser convencidos por quienes ya han sido transformados por el poder del Evangelio. No es suficiente la apologética, mediante una fundamentación doctrinal erudita. Los santos son los testigos del Evangelio y sus mejores expositores. Algunos de ellos son culturalmente analfabetos. Sin embargo, disponen de una extraña sabiduría, que no procede de los libros y de las cátedras más prestigiosas. El Espíritu Santo se hace cargo de ellos y los conduce a la Verdad, inasible desde la más destacada actividad intelectual. Los humildes y misteriosos sabios se fraguan en la contemplación y en la obediencia al Padre. Cristo es la Verdad que hace sabios a quienes, como María de Betania, se rinden a sus inspiraciones. San Pablo, educado en la universidad de Gamaliel, obtiene su admirable ciencia en el conocimiento de Cristo crucificado. De sus maestros aprende a ser humilde, y a disponerse al encuentro con La Verdad. Cuando Damasco aparece en su horizonte, queda ciego y reconoce, en Quien, hasta entonces perseguido, es la Verdad que transformará su vida; le otorgará la capacidad de ser su testigo y de transmitirla a sus hermanos gentiles.
3. Imponer el orden, respetar la justicia y lograr la paz. Cristo es la Verdad, que preserva de vivir zarandeados por el error y, por lo mismo, de precipitarnos en el abismo causado por la ausencia de Dios. Cristo hace que recuperemos la ruta hacia el encuentro con su Padre y, conducidos por Él, ordenemos nuestra vida. Es triste, hasta trágica, la expulsión de Cristo resucitado de la vida personal y social de los hombres y mujeres. Una marcada tendencia a prescindir de Dios domina la vida contemporánea. Se recurre a Él de manera esporádica y formal, pero su divina voluntad no gravita en las expresiones de las diversas culturas, y en las principales normas, destinadas a regir el comportamiento de quienes debieran imponer el orden, respetar la justicia y lograr la paz. Cristo no es una figura decorativa, ni una manifestación religiosa, entre otras, de libre elección. Es el Dios único, misteriosamente encarnado, en el seno virginal de María, por obra del Espíritu Santo. "Dios de Dios, creador del universo. Padre del Verbo y dador del Espíritu de ambos". Para conocerlo es preciso introducirse en su intimidad y convertirse en su imagen. Para lograrlo, se requiere que Dios se haga conocer y rechace ser inventado por los hombres. Dios es Dios, tal como se revela en la Palabra, cuya encarnación es Cristo. Él es la misma Palabra, mediante la cual llegamos al Dios verdadero: "Yo soy el Camino, la Verdad y la Vida. Nadie va al Padre, sino por mí" (Juan 14, 6). Cristo no oculta su identidad, a quienes disputan su conocimiento auténtico. Es el Emanuel -"Dios con nosotros"- profetizado y señalado por los Profetas. Es importante que los cristianos seamos testigos creíbles de su divinidad. No será obra exclusiva del ministerio apostólico; quienes reconocemos a Jesús como el Hijo de Dios somos, inevitablemente, sus testigos. Nuestra pertenencia al mundo nos pone en situación de transmitir, como de piel a piel, nuestra fe en Cristo, y lo que ella implica en nuestro compromiso con las realidades terrenas. La fe y las realidades terrenas, no se oponen, se interrelacionan. Como creyentes no escapamos del mundo, ni lo despreciamos, nos empeñamos en eliminar el pecado que lo agobia y lo convierte en un extraño al hombre que Dios ha creado. Jesús suplica al Padre que sus discípulos no sean excluidos del mundo, sino "preservados del Maligno". De esa manera, el Señor ofrece los criterios que asistirán a los creyentes, para discernir lo que hay de Dios en el mundo y lo que se le opone.
4. El pecado del mundo. Cristo y el Padre unen sus voluntades para que sólo la de Dios se imponga. Fuera de ella está el error y el pecado. La presencia de Cristo es reveladora del bien y del mal. Es hora de atenerse a ella, hasta constituirla en el mandamiento, superior a toda norma humana. La legislación que surja del propósito de poner orden necesita adecuarse a la voluntad del Padre, constantemente revelada por el Espíritu Santo. Contradecirlo creará el caos maliciosamente causado por el Maligno. Así ha ocurrido en los orígenes de la historia humana; basta releer el Génesis, en su relato de la tentación y caída de Adán y Eva. Las secuelas de aquella estrepitosa caída, predominan hoy como dolorosa onda expansiva. El pecado del mundo, que el Cordero vino a eliminar, es consecuencia de aquel pecado original. Sigue vigente, aunque vencido por Cristo inmolado en la Cruz. El sacramento del Bautismo, al aplicar los méritos del Señor, borra aquel pecado y pone, a quien lo recibe, en condiciones de una vida nueva, participada de la que Cristo posee como Hijo del Padre: "Subo a mi Padre y el Padre de ustedes; a mi Dios y el Dios de ustedes".+