Mons. Castagna: 'Para ser cristiano, es preciso batallar sin tregua'
- 9 de febrero, 2024
- Corrientes (AICA)
El arzobispo emérito de Corrientes, en sus sugerencias para la homilía del próximo domingo, diserta sobre la misericordia, el amor y la gracia de Dios, y sobre el combate continuo del cristiano.
En sus sugerencias para las homilías del próximo domingo 11 de febrero (VI del tiempo ordinario), el arzobispo emérito de Corrientes, monseñor Domingo Salvador Castagna, se refiere a la misericordia del Señor hacia los pecadores, al combate continuo -inherente a la vida cristiana- y al amor de Dios manifestado en su gracia.
Al respecto, expresa que “Jesús no oculta la intención de recuperar a los hombres, como hijos de su Padre y hermanos suyos”, llegando para ello al “extremo” de la Cruz.
En cuanto a la lucha diaria de los bautizados, asegura: “Para ser cristiano, es preciso batallar sin tregua. La paz y el descanso son las consecuencias de la perseverancia en el sendero estrecho y en la decisión de sostener la lucha hasta el final”.
Y advierte, en ese sentido, que “el presente clima mundano, que crea un ámbito propio, parece desechar la lucha, y pretender un ‘descanso’, impropio de nuestra situación actual”.
A continuación, recordando que “Dios es amor”, según lo afirma el apóstol san Juan (1 Juan 4, 8), afirma: “Si el amor procede de Dios y otorga el verdadero conocimiento de Dios, será preciso amarlo para llegar a conocerlo”.
Para concluir, monseñor Castagna exhorta a "escuchar la demanda angustiosa de un mundo, que no sabe expresarla, sino con un lenguaje de excesos y devaneos”, y por eso, “es preciso que Jesús se detenga ante él y lo toque con su gracia”.
Texto completo de las sugerencias
1. Cristo es Dios mismo, compadecido de los pecadores. El grito angustioso de aquel leproso llega a los oídos y al corazón de Cristo: “Si quieres, puedes purificarme. Jesús, conmovido, extendió la mano y lo tocó, diciendo: “Lo quiero, queda purificado”. En seguida la lepra desapareció y quedó purificado”. (Marcos 1, 40-42) La virtud sanadora de Jesús toca aquella carne desgarrada por la cruel enfermedad. Su propósito, más allá de devolver la salud dañada, consiste en un encuentro, dilatado en el tiempo, que es misericordia y reconciliación. Para ello, se hace presente como el Pastor que busca a la oveja extraviada, y no se detiene hasta cargarla sobre sus hombros y regresarla al redil. Jesús no oculta la intención de recuperar a los hombres, como hijos de su Padre y hermanos suyos. Es terrible el sendero que debe recorrer. Acepta recorrerlo hasta el extremo, constituyéndolo en un “bautismo” deseado y humanamente estremecedor.
2. La vida cristiana es un combate continuo. El Señor nos muestra, como diría San Pablo, que la vida de fidelidad a Cristo es un combate. Para ser cristiano, es preciso batallar sin tregua. La paz y el descanso son las consecuencias de la perseverancia en el sendero estrecho y en la decisión de sostener la lucha hasta el final. El presente clima mundano, que crea un ámbito propio, parece desechar la lucha, y pretender un “descanso”, impropio de nuestra situación actual. Estamos recorriendo un camino espinoso, que hiere nuestros pies de peregrinos. La gracia divina hace posible que lo recorramos, hasta lograr la meta. Así lo entendieron los santos, enfrentándolo sin tregua o momentos de reposo. La gracia logra la santidad que admiramos en ellos. En algún momento de sus vidas se produce el llamado a la conversión, y el propósito de luchar, arriesgándolo todo, hasta la propia seguridad temporal. Se comprenden las exigencias que Jesús incluye en su severa enseñanza: “Porque el que quiera salvar su vida, la perderá y el que pierda su vida a causa de mí, la encontrará”. (Mateo 16, 24) La vida de María, desde la Anunciación y la Encarnación, está signada por la contemplación de su Hijo y Dios.
3. Dios es amor. Es ella modelo de creyente, así lo entiende Santa Isabel: “Feliz de ti por haber creído que se cumplirá lo que te fue anunciado de parte del Señor”. (Lucas 1, 45) La fe se refiere a la Revelación que Dios hace de Sí mismo a quienes llama -por la Creación, y finalmente por la Redención- a entablar un dialogo personal con Él. Ese diálogo llega a su perfección en el amor. La perfección que Jesús atribuye al Padre es el Amor. San Juan califica (o define) a Dios con esa principal atribución. Es así como se llega al conocimiento de Dios: “Queridos míos, amémonos los unos a los otros, porque el amor procede de Dios y conoce a Dios. El que no ama no ha conocido a Dios, porque Dios es amor”. (1 Juan 4, 7-8) La deducción del Apóstol concluye con una genial definición de Dios. Si el amor procede de Dios y otorga el verdadero conocimiento de Dios, será preciso amarlo para llegar a conocerlo. No logro saber quién es Dios si no lo amo “con todo el corazón, con toda la mente, con toda el alma y con todo el espíritu”. (Mateo 22, 37) Mientras las personas no lleguen a ese grado de amor no conocen a Dios. De allí los enormes errores de apreciación que se manifiestan en la vida contemporánea.
4. Que Jesús lo toque con su gracia. El mundo es como aquel leproso, abrumado por su humillante enfermedad, pero aún inconsciente de la presencia de quien puede curarlo. Es preciso que logre expresar, al Señor que pasa, su intenso deseo de ser purificado del pecado. Acudir a Él, representado por su Iglesia, trasciende el hecho prodigioso, aceptando el encuentro con el Señor en la opacidad de la fe. Aquel leproso no sabía si podía ser curado. Se deja informar que el Señor pasa por allí y grita con desesperación hasta que es atendido. El Señor se detiene y lo llama: “extendió su mano y lo tocó diciendo: “Lo quiero, queda purificado”. Es preciso escuchar la demanda angustiosa de un mundo, que no sabe expresarla, sino con un lenguaje de excesos y devaneos. Es preciso que Jesús se detenga ante él y lo toque con su gracia.+