Abogados católicos piden diálogo y consensos para afrontar la crisis

  • 22 de abril, 2021
  • Buenos Aires (AICA)
"Corresponde clamar para que los referentes políticos se avoquen con razonabilidad a la búsqueda de soluciones únicamente con la mira del bienestar general", sostuvo el presidente de la Corporación.

El presidente de la Corporación de Abogados Católicos, Pedro J. M. Andereggen, hizo un llamado al diálogo y la búsqueda de consensos a fin de que toda la dirigencia se una en un compromiso común para afrontar la gravísima crisis sociosanitaria que afecta al país.

Ante la escalada de la disputa política y judicial por la presencialidad o no en las escuelas en medio de las nuevas restricciones por el crecimiento exponencial de los casos de Covid-19, Andereggen consideró que "corresponde clamar para que todos los referentes políticos se avoquen con razonabilidad a la búsqueda de soluciones únicamente con la mira del bienestar general".

En un artículo publicado en Infobae, el abogado católico subrayó que urge hacerlo por el camino del "consenso en la verdad sobre los aspectos científicos involucrados y los recursos sanitarios disponibles, como así en el establecimiento de pautas previsibles, moralmente adecuadas, para la evaluación de los peligros para la vida y salud de la población, cuya preservación es primordial, en especial con relación a los niños, personas de riesgo y ancianos, logrando de ese modo una armonización con los aspectos religiosos, educativos, económicos, culturales y sociales".

"Parece entonces que ha llegado el momento de que desde todos los sectores que tienen participación en la vida pública, en especial las autoridades de las comunidades religiosas, se efectúe un llamado urgente a la conformación de una amplia mesa de diálogo para la búsqueda de la paz social y la unidad, tan necesarias en la lucha contra la pandemia", concluyó.

Texto del artículo
Todo hombre de buena voluntad, por razones de derecho natural, anterior y superior a cualquier legislación positiva del Estado, debe resguardar su propia vida y salud, como así la de sus semejantes. Esta obligación cobra particular significación para los creyentes. En el Antiguo Testamento está claramente establecida en el Quinto Mandamiento del Decálogo, entregado por Dios a Moisés en el Monte Sinaí, con el precepto “No matarás”, fórmula que con una simpleza y profundidad que solo puede provenir de la Revelación, sintetiza del modo más amplio la prohibición de causarse daño a sí mismo y al prójimo, tanto voluntaria como involuntariamente. Esto último comprende la imprudencia, la negligencia, la impericia en el arte o profesión, y la inobservancia de los reglamentos y los deberes a cargo.

La consideración de este mandamiento, derivado directo del de “Amarás a tu prójimo como a ti mismo”, nos lleva a reflexionar acerca de la gravedad moral implicada en la conducta individual y social en el contexto de la pandemia COVID-19. Sobre el particular nos ilumina el Catecismo de la Iglesia Católica, que señala (n° 2288) que “la vida y la salud física son bienes preciosos confiados por Dios y debemos cuidar de ellos racionalmente teniendo en cuenta las necesidades de los demás y el bien común”.

Por ello debe señalarse, con toda firmeza, que las normas dispuestas por la autoridad legítima competente en la materia resultan moralmente obligatorias, es decir, que obligan en la esfera de la conciencia. No se trata, entonces, de supuestos de leyes sólo positivas, vigentes únicamente para el fuero externo, porque su cometido es la búsqueda del bienestar general a través de la preservación de la salud pública, razón por la que no resulta moralmente lícito desdeñarlas.

Dada la finalidad esencialmente preventiva de las reglamentaciones, su naturaleza jurídica propia es que las infracciones por su inobservancia no requieren la producción de un resultado concreto dañoso (lo que llevaría a otro tipo de faltas o delitos). El solo incumplimiento ya genera la situación de peligro que la autoridad competente ha juzgado potencialmente lesiva para la salud, tanto considerando la conducta de modo individual como, sobre todo, por su multiplicación social. Es evidente que, en estos casos, los resultados nocivos escapan totalmente al dominio de la acción por parte del infractor.

Por ello, esa falta de inmediatez -que dificulta la representación directa e inmediata de la producción de un daño propio o ajeno- no debe ser excusa para justificar su inobservancia, ni tampoco para someter indebidamente las reglas establecidas a criterios subjetivos, tanto respecto de la entidad real de la enfermedad –en este caso la pandemia COVID-19-, como así sobre la no posibilidad de la producción de un peligro, despreciando o minimizando las razones que pueda haber tenido en mira la autoridad sanitaria para instituirlas.

Por supuesto que no se trata del culto a un cumplimiento mecánico o ritual, sino el de uno racional que, obviamente, admita situaciones de excepción donde tenga lugar la flexibilidad por razones de equidad. De otro modo, su exigencia con rigorismo extremo, da lugar al rechazo de las normas por la comunidad y a su cumplimiento solo por temor, en lugar de por adhesión voluntaria, tan necesaria en estos casos para la efectividad del fin procurado de evitar los contagios. No obstante, aún en caso de duda, se impone su cumplimiento, dado que se trata de la preservación de la salud y de la vida humana. Más aún por aquellos que tienen responsabilidades como referentes del comportamiento social, que deben, incluso por prudencia, evitar cualquier situación de escándalo.

Es cierto que esas normas sanitarias conllevan restricciones en los derechos que, en virtud de ellas, no pueden ser ejercidos en su plenitud. Pero en estos casos, el bien común exige que la libertad no pueda llevarse al extremo de una reafirmación absoluta, quizá rayana en el egoísmo, aumentando la chance de que se produzca un daño a la vida o la salud propia o ajena. Cada contagio –incluido el propio- producido por negligencia, pero sobre todo por temeridad, cada paciente que por ello haya ocupado un servicio médico privando al prójimo de su atención de ésta u otra afección, nos hará responsables y deberemos rendir cuentas ante Dios aunque no tengamos en esta vida conciencia del daño producido. En efecto, “la ley moral prohíbe exponer a alguien sin razón grave a un riesgo mortal, así como negar la asistencia a una persona en peligro”. (Catecismo n° 2269)

En virtud de ello, por una exigencia del bien común e individual, es un deber moral soportar aquello que con razonabilidad objetiva disponga la autoridad legítima. La moral cristiana lo facilita a través de la paciencia, que pertenece a la virtud cardinal de la fortaleza.

No todos los conflictos es legítimo llevarlos al extremo, según enseña la Doctrina de la Iglesia. Por ello, ante la escalada de la disputa política y judicial que observamos, corresponde clamar para que todos los referentes políticos se avoquen con razonabilidad a la búsqueda de soluciones únicamente con la mira del bienestar general, a través del consenso en la verdad sobre los aspectos científicos involucrados y los recursos sanitarios disponibles, como así en el establecimiento de pautas previsibles, moralmente adecuadas, para la evaluación de los peligros para la vida y salud de la población, cuya preservación es primordial, en especial con relación a los niños, personas de riesgo y ancianos, logrando de ese modo una armonización con los aspectos religiosos, educativos, económicos, culturales y sociales.

Parece entonces que ha llegado el momento de que desde todos los sectores que tienen participación en la vida pública, en especial las autoridades de las comunidades religiosas, se efectúe un llamado urgente a la conformación de una amplia mesa de diálogo para la búsqueda de la paz social y la unidad, tan necesarias en la lucha contra la pandemia.

Más información www.abogadoscatolicos.org.ar.+