¿Para qué estás recibiendo la ordenación?
FERNÁNDEZ, Víctor Manuel - Homilías - Homilía de monseñor Víctor Manuel Fernández, arzobispo de La Plata, en las ordenaciones sacerdotales de Calos Riveros y Mariano Dobler (Catedral de La Plata, 21 de noviembre de 2020)
Quiero recordarles que, si uno se pregunta para qué están los curas podríamos dar muchas respuestas, porque hay curas muy distintos entre sí, y hacen muchas cosas diferentes. Pero en algún momento hay que preguntarse: a ver, ¿qué puede hacer un cura que no pueda hacer un laico?.
Y son ante todo dos grandes cosas: consagrar la Eucaristía, en la Misa, y absolver los pecados. Para eso recibe la ordenación, y si no es ordenado cura puede hacer mil cosas, pero no puede hacer esas dos. La Eucaristía, es la presencia real de Jesús que viene a alimentar a su pueblo. Y el cura es instrumento para que el pan de vida llegue a los demás.
Pero resulta que Jesús en la Eucaristía, hecho pan para el pueblo, le recuerda siempre al cura que debe cuidar al pueblo de Dios y buscar darle una mano para que viva bien, para que viva con dignidad. Desde la Eucaristía toma su mayor sentido la preocupación social del cura y el ministerio de la caridad.
Pero todos necesitan a Dios, aunque no lo reconozcan, están sedientos de su amor y de su gracia, aunque no lo vean. El cura no puede dejar de dar ante todo el alimento espiritual, y sobre todo no puede negarles a los pobres ese alimento que les da consuelo, fuerzas para seguir adelante. No hay que separar nunca la animación espiritual del compromiso social porque separándolas se empobrecen las dos dimensiones.
Vivan cada Misa, con el corazón necesitado y déjense sostener por Jesús, y en cada Misa descansen y recuperen el sentido de su sacerdocio. No importa cuántas veces la celebren sino que cada vez sea la fuerza y el alimento y nunca una obligación. Esta unión tan especial entre el cura y la Eucaristía no se borra más, porque es la gran marca que el ordenado lleva dentro, es parte esencial del “carácter” del orden sagrado.
Esta configuración de ustedes con la Eucaristía tendrá que crecer y crecer hasta que sientan que ustedes mismos son alimento para su pueblo.
La ordenación también los capacita para absolver los pecados, y eso es maravilloso. En definitiva el sacramento del perdón está ordenado a la Eucaristía, porque produce las condiciones adecuadas para recibirla fructuosamente. No le cierren a nadie esa fuente de la gracia y la misericordia. Recuerden que detrás de las reacciones de algunas personas, aparentemente cerradas, orgullosas o resentidas, hay mucho dolor, detrás de esas reacciones hay una gran herida. Equivóquense por ser demasiado comprensivos pero nunca se conviertan en un juez despiadado, nunca hagan sufrir a nadie por favor. Para eso no están los curas.
Saben que en el momento de la absolución se produce un salto infinito, impresionante, porque esa persona entra de nuevo en la vida de Dios, y como decía santo Tomás, eso vale más que la creación del cielo y de la tierra. No dejen de agradecer que ustedes como sacerdotes están ahí, participando de ese prodigio que es divino, como cauces que dejan correr el río de la gracia. Perdonen setenta veces siete porque Dios perdona setenta veces siete. Y de este sacramento brotará también el ministerio de reconciliar a las personas, de sembrar diálogo, comprensión y paz social.
No se conviertan nunca en profesionales, que tratan de demostrar sus capacidades, que necesitan sentirse reconocidos, que buscan un sueldo, o que anhelan ocupar un lugar en la Arquidiócesis o en la sociedad. No sigan malos consejos que terminan bastardeando y volviendo mediocre el ministerio. Que Dios los libre, porque eso no ilumina los ojos. Sinceramente, no vale la pena perderse el amor de una mujer y la ternura de los hijos para convertirse en funcionarios llenos de excusas que sólo piensan en sí mismos.
Vivan su sacerdocio como instrumentos confiados en las manos de Dios, con una infinita confianza. No se obsesionen por los resultados sino por entregarse como respuesta a un amor más grande. Ustedes no tienen que ser Bill Gates sino San Francisco de Asís o el Cura Brochero. Confíen en el misterio de Dios que obra ocultamente. Y esto no es algo teórico, yo lo viví miles de veces, dándome cuenta que Dios había obrado allí donde yo creía que había fracasado.
Es instrumento de gracia el cura que está 15 días de cuarentena por el coronavirus, es instrumento de gracia el que está postrado, es instrumento el que está viejo e inconsciente, el que está angustiado por muchos problemas, el que está cansado y siente que no puede responder a todo. Siempre y en cualquier circunstancia es instrumento de gracia, porque su propio ser ha sido transformado para siempre por el sacerdocio que lo convierte en canal de la acción de Dios. Por eso esto no es evaluable, no hay manera de hacer un balance.
No es que se lo ha preparado como un profesional para cumplir con determinados requisitos y poder ser eficiente. No. Hace falta una mirada sobrenatural del sacerdote, así como del Obispo. Mirada que perdemos fácilmente, porque dejamos que el mundo nos contagie con sus criterios, que en definitiva pueden más que una visión de fe. Si Dios dijo “yo mismo apacentaré a mi pueblo”, eso significa que es él quien apacienta a través de mí. Si Jesús dijo “a nadie llamen padre”, es porque en realidad es la paternidad de Dios la que se derrama a través de mí.
Que la mayor gloria de ustedes sea ser uno más en medio del pueblo de Dios, tomados por el Espíritu para bendecir, para liberar, para nutrir, para servir. ¿Qué más pueden pedir?
Que se realice en ustedes esa figura preciosa del sacerdote que: está presente cuida, protege, alimenta, educa, orienta, acompaña, espera y comprende, consuela y da esperanza.
Y que nunca olviden que todo brota de la fuente misteriosa y sobreabundante. Desborda. Es pura gracia, y todo es gracia.
Cuando uno reconoce esto, siente su incoherencia, no duda que se trata de un don inmerecido. Pero al mismo tiempo se da cuenta que tiene que dejarse de jugar. Es a todo o nada. Por eso asumís que el celibato es tu cuerpo y tu sexualidad que ya están entregados, no son ya algo tuyo y nunca más lo será. Vivirlo a medias no es una solución, es un drama y una bomba de tiempo. Vivirlo a medias no resuelve nada, no sana tus insatisfacciones ni tus vacíos. Vivirlo en serio, aunque duela, sí te libera.
Entonces hay que decir basta, ya está, no se juega más. Si quiero ser un canal límpido que no ponga obstáculos a la gracia, entonces lo que entrego lo entrego, ya no es mío, para ser instrumento de Dios para mi pueblo y nada más.
Ahora, uno se pregunta a veces, por qué los chicos toman la comunión y desaparecen, por qué los matrimonios jóvenes se separan al poco tiempo, y también por qué los curas enfrían el fervor y terminan arrastrando el sacerdocio.
Porque no bastan los datos ni las ideas, hace falta una experiencia honda, que marque la vida, y a esa experiencia no hay que darla por hecha, hay que revivirla una y otra vez como quien atiza el fuego, hay que renovarla y hay que profundizarla. Jesús dice insistentemente en el Evangelio: “Permanezcan en mí” (Jn 15, 4). Y dice el Papa Francisco: “Permanece en Jesús, permanece en él. Abrázate a Jesús y no dejes que se te escape en ese río imparable y cruel de este mundo. Si todo pasa, él permanece. Es amor que no se agota, belleza que no pasa de moda, fuerza que perdura, amistad que no abandona”.
Para mantener viva esta hoguera no basta hacer un retiro cada tanto, sino que frecuentemente hay que tener momentos largos de renovación de la entrega, de limpieza interior, de volver a sellar la alianza de amor.
Hay que rezar todos los días un rato, sí o sí, y que esa oración sea siempre una experiencia de Dios, de encuentro, de diálogo, de purificación, de liberación, de recuperar las motivaciones y el sentido de lo que uno hace, y de renovar la opción una vez más.
Pero también hay que hacer del ministerio una experiencia de fe y amor, y entonces sí vamos a saber lo que es la oración continua. Y si uno se siente pesado, sobrecargado, triste, la Misa no debería ser un peso más, sino el momento donde uno entrega todo, saca afuera todo, se alivia en el máximo encuentro con Cristo, alimenta sus fuerzas y su esperanza, renueva el sentido de misterio. Y lo mismo en cada tarea de su ministerio a la cual hay que encontrarle el modo adecuado de vivirla. Esa es la clave: la manera de vivirla.
Cuando esto ocurre entonces no importa tanto si un día uno siente o no siente, si se siente realizado o no, si siente a gusto o no. Porque sabe que el sentido de su ministerio trasciende completamente los estados de ánimo. Y con el tiempo ocurre como un matrimonio que lleva 50 años. Claro que no sienten lo mismo que en el noviazgo o en los primeros años. ¿Eso significa que se debilitó el amor? No, al contrario, puede ser al revés. Si han sabido renovar su amor ahora se sienten más unidos que nunca, más allá de la atracción sexual, se sienten que pertenece el uno al otro de una manera inseparable. El amor se ha asentado, se ha profundizado y ha alcanzado un nivel que no tenía ni de lejos en el noviazgo.
Lo mismo va ocurriendo con el sacerdocio, se va añejando como el vino, se va acrisolando como el oro, aun a través de los malos momentos, fracasos, humillaciones, temores y cansancios. Si uno se ofrenda cada día todo va llevando a esa transformación que vivieron el Cura de Ars, el Cura Brochero, San Vicente de Paul, San Juan Bosco y tantos otros curas de pura cepa.
Cada tanto uno tiene que volver a preguntarse: “Carlos, ¿para qué te hiciste cura? Guillermo, ¿para qué te hiciste cura? José, ¿para qué te hiciste cura? Y tu respuesta será que te hiciste cura para dar la vida. A tu modo, pero darla. Con más energía o con menos, pero darla; con un temperamento más vivaz o más sereno, pero darla; con más actividades o con menos, pero darla; con más emoción o con menos, pero dar la vida.
El orden sagrado que ahora reciben, entonces, no es el título que ganaron al final del Seminario, qué superficial sería eso. Es la semilla que Dios planta ahora con su gracia, y a partir de hoy recién comienza la maravillosa aventura del sacerdocio, sin mirar atrás. Tuyo Señor, ahora y siempre, como sea, venga lo que venga. Tuyo Señor. Amén.
Mons. Víctor Manuel Fernández, arzobispo de La Plata