Corpus Christi
PUIGGARI, Juan Alberto - Homilías - Homilía de monseñor Juan Alberto Puiggari, arzobispo de Paraná en la solemnidad del Corpus Christi (Catedral Nuestra Señora del Rosario, 1 de junio de 2024)
Queridos hermanos:
Nos reunimos en torno a este altar, para celebrar el misterio de fe y de amor que hemos recibido: El don de la Eucaristía y el mandato de repetir sus gestos y sus palabras de la última Cena: «Esto es mi cuerpo, que se entrega por ustedes>. Hagan esto en memoria mía» (1 Cor 11, 24).
La Eucaristía es el tesoro de la Iglesia. A través de ella Cristo hace presente a lo largo de los siglos su misterio de muerte y resurrección. En ella lo recibimos como “pan vivo que ha bajado del cielo” (Jn 6, 51), y con Él se nos da la prenda de la vida eterna. Es el alimento del peregrino, el alimento para la fe, la esperanza y el amor. Es fuente de esperanza para cada uno, para la Iglesia y la humanidad.
“Este es el Sacramento de nuestra fe”, lo proclamamos en cada celebración. La Eucaristía es misterio de fe. Es precisamente a través del misterio de su ocultamiento que Cristo se convierte en misterio de fe y de luz, gracias al cual el creyente es introducido en las profundidades de la vida divina. Esto nos llevar a la admiración, al estupor, a la contemplación y a la oración. “La Eucaristía es verdaderamente un resquicio del cielo que se abre sobre la tierra” (S. Juan Pablo II).
Dios ha querido hacerse Pan vivo, porque sabe el hambre y sed de felicidad que tiene el hombre, compañero de camino, quiere estar junto a nosotros hasta el fin del mundo porque su amor lo impulsa a entregarse constantemente.
Este es el misterio que celebramos; Jesucristo, Hijo de Dios e hijo de María, vivo bajo las apariencias de pan y vino. Está vivo, vivo, amándonos, intercediendo por nosotros anta el Padre. No es algo estático, es dinámico. Verdaderamente vive y actúa, ama, se ofrece, intercede, acoge, escucha y consuela.
Hoy sentimos la necesidad de proclamar nuestra fe públicamente, lo haremos por las calles de nuestra ciudad. Entre cantos y alabanzas llevaremos el Sacramento del Cuerpo y la Sangre del Señor. Pasaremos por los lugares donde transcurre nuestra vida diaria, donde se hacen presentes nuestros sufrimientos y también nuestras alegrías e ilusiones. Ofreceremos el testimonio de nuestra fe, la esperanza de que en Jesús se halla la respuesta a los interrogantes más profundos, la certeza de que Él es quien puede satisfacer el hambre y la sed de felicidad y de amor que cada hombre lleva dentro del corazón. Hoy queremos públicamente reconocerlo Señor de la historia, Rey de nuestra vida y de nuestra Patria.
Hoy queremos siguiendo su ejemplo de amor compasivo, vivir su misma actitud del Maestro y fomentar una cultura de la caridad, de la solidaridad ser samaritanos de nuestros hermanos que sufren. Tenemos que fijar la mirada en el otro, estar atentos a nuestros hermanos. El mandamiento del amor a Dios y al prójimo, que brota de este sacramento, nos lleva a tomar conciencia de los demás, porque estamos llamados a vivir en fraternidad, en familia, cultivar la amistad social, fomentar la cultura del encuentro que se traduzca en gestos concretos de solidaridad y misericordia.
Todos tenemos carencias, todos somos pobres de una u otra forma; y, a lo largo de la vida, todos atravesamos por dificultades y sufrimientos. Precisamente la experiencia personal del sufrimiento nos ayuda a ponernos en el lugar del otro, del pobre, del que sufre. La vivencia del dolor puede ser el camino para superar el egocentrismo, el narcisismo, y fijar la mirada en los demás. Felices los que, siguiendo al Maestro, son capaces de salir al encuentro de los demás, de conmoverse por su dolor y de unirse a ellos para buscar los remedios pertinentes. Feliz porque se convirtió en hombre o mujer eucarística.
Es necesario que en nuestra sociedad, tan impregnada de individualismo y egoísmo, se viva la responsabilidad de unos sobre otros. La pregunta de Dios a Caín: « ¿Dónde está Abel, tu hermano?», es la misma pregunta que debe resonar en nuestra conciencia. Caín responderá con una evasiva: «No sé, ¿soy yo el guardián de mi hermano?» (Gen 4,9). No debe ser así entre nosotros, porque, efectivamente, somos guardianes de nuestros hermanos, hemos de cuidar de nuestros hermanos; todos estamos llamados a cuidar los unos de otros; y no sólo de una forma genérica y difusa, sino de un modo concreto y eficaz, porque en realidad somos personas que viven en relación, que han de estar unidas, como granos de trigo llamados a formar un mismo pan, como hijos de Dios llamados a vivir en familia., a ser mansos y no violentos, a estar atentos hacia aquellos que son más débiles, para poder servirlos. Si no vivimos así; todavía no nos hemos dejado transformar por la Eucaristía, que nos hace vivir la caridad hecha servicio.
En este año, permítanme poner el énfasis en un fruto de la Eucaristía. Estamos llamados a ser una comunidad misionera. Nuestra Arquidiócesis necesita robustecer su conciencia misionera, tenemos que estar en permanente estado de misión. Comla VI y Cam I
La misión no es un fruto de entusiasmo pasajero, es fruto de la centralidad de la Eucaristía.
La misión nace de la Eucaristía, encuentra en ella su fuente y vitalidad. Eucaristía y misión forman un binomio inseparable. Sin la Eucaristía la misión multiplica actividades estériles, sin la misión la Eucaristía se reduce a un mero intimismo.
La Eucaristía alimenta y fortalece a los cristianos para que puedan vivir su fe de manera autentica y llevar a la práctica el pedido de Jesús de llevar el Evangelio a todos los rincones del mundo.
Que esta celebración de la Eucaristía y la procesión por nuestras calles reavive las raíces cristianas y eucarísticas de nuestra Arquidiócesis, que afiance nuestra comunión con el Señor y nos ayude a tener una vida eucarística de entrega y donación de la mano de María.
Que la Santísima Virgen del Rosario, en quien Dios se hizo carne, nos ayude a acoger con corazón agradecido el don de la Eucaristía y hacer de nuestra vida también un don Que la Eucaristía nos haga un don para todos nuestros hermanos.
Mons. Juan Alberto Puiggari, arzobispo de Paraná