50º aniversario de ordenación sacerdotal de Mons. Rubén Frassia
MARINO, Antonio - Homilías - Homilía de monseñor Antonio Marino, obispo emérito de Mar del Plata en la misa por los 50 años de ordenación sacerdotal de monseñor Rubén Oscar Frassia, obispo emérito de Avellaneda-Lanús (Basílica de San José de Flores, 24 de noviembre de 2023)
Muy querido Rubén, hermano y amigo de tantos años,
queridos hermanos obispos, sacerdotes, religiosas, parientes y amigos de Mons. Frassia
Con gran alegría espiritual celebramos esta Santa Misa uniéndonos a la acción de gracias de Mons. Rubén Frassia por sus bodas de oro sacerdotales. Cincuenta años de fidelidad conjunta de Jesucristo y del instrumento humano por Él elegido. Desde hace medio siglo el Señor lo ungió con el Espíritu Santo y lo envió para iluminar a la Iglesia con la Palabra divina, explicada y testimoniada; para santificar al pueblo de Dios con la gracia de los sacramentos; para cuidarlo, gobernarlo y defenderlo, manteniéndolo unido en la verdad y en la caridad. En estas palabras se resume una vida sacerdotal: maestro que ilumina, sacerdote que santifica, y pastor que gobierna y entrega su vida por el rebaño.
Celebramos ante todo la fidelidad divina, pues el hombre nada fecundo podría hacer sin el auxilio de la gracia en esta santa misión de consagrar por entero la vida al servicio de Cristo y de su Iglesia. En esta Eucaristía, el hoy sacerdote maduro y obispo emérito de Avellaneda-Lanús, viene a reconocer y a cantar las misericordias del Señor en su vida. El adolescente y el joven que sentía las llamadas del Señor -y que por eso ingresó en el Seminario-, con el paso de muchos años se convirtió en sacerdote, y ahora viene a cantar, con la convicción que surge de su experiencia, la fidelidad del amor divino que no ha cesado de acompañarlo a lo largo de un extenso camino.
Una vocación al ministerio sacerdotal, culminado luego por el carisma episcopal, implica una entrega sin reservas ni claudicaciones, a tiempo completo; tiempo que transcurre lleno de un amor donde Cristo y la Iglesia son inseparables. Mediante la ordenación sacerdotal Cristo confiere a un pobre ser humano, “tomado de entre los hombres”, la facultad de obrar en su nombre y con su mismo poder “en favor de los hombres” (cf. Heb 5,1).
Cuando un seminarista y luego un sacerdote entiende más profundamente la misión a la que está llamado, siempre siente la desproporción que existe entre esa misión y las fuerzas humanas de las que dispone. Por un lado, la misión lo atrae desde dentro, y por otro, lo espanta ante la experiencia de su pobreza e indignidad.
Así sucedía con los profetas al ser llamados a proclamar una palabra exigente, como camino seguro, pero sintiendo la pobreza de recursos humanos y la incomprensión y el rechazo de la mayoría de los destinatarios. En la primera lectura escuchábamos decir al profeta Jeremías: «¡Ah, Señor! Mira que no sé hablar, porque soy demasiado joven». El Señor me dijo: «No digas: «Soy demasiado joven», porque tú irás adonde yo te envíe y dirás todo lo que yo te ordene. No temas delante de ellos, porque yo estoy contigo para librarte –oráculo del Señor –». El Señor extendió su mano, tocó mi boca y me dijo: «Yo pongo mis palabras en tu boca” (Jer 1,6-9). No espera de nosotros el Señor grandes capacidades, sino total confianza y entrega. Más logra el ministro de la Iglesia con su fe en el poder del Señor, que si se apoya solo en sus condiciones humanas.
Así sucedió también con los apóstoles llamados a proclamar el evangelio entre judíos y paganos, haciendo frente a las temibles resistencias y adversidades. La evangelización del mundo hubiera sido una misión imposible si el poder de la gracia divina no los hubiera asistido. Por eso el apóstol San Pablo decía en la 2ª Carta a los Corintios: “las armas de nuestro combate no son carnales, pero, por la fuerza de Dios, son suficientemente poderosas para derribar fortalezas” (10,4). Y más adelante no se gloría en sus títulos y capacidades humanas, sino en su debilidad: “Por eso, me complazco en mis debilidades, en los oprobios, en las privaciones, en las persecuciones y en las angustias soportadas por amor de Cristo; porque cuando soy débil, entonces soy fuerte” (12,10).
Es imposible e impensable permanecer firmes y fieles en este camino sin tener un corazón templado en las pruebas. Lo que la Palabra divina afirma como válido para todo creyente, adquiere una resonancia especial en la vida de un sacerdote: “Hijo, si te decides a servir al Señor, prepara tu alma para la prueba… Porque el oro se purifica en el fuego, y los que agradan a Dios, en el crisol de la humillación” (Eclo 2,1.5).
Decíamos que en esta Eucaristía celebramos cincuenta años de fidelidad conjunta de Jesucristo y del instrumento humano por Él elegido. Dios es siempre fiel e invita a una correspondencia en esta alianza de amor y de libre elección, donde Él siempre pone lo más y nosotros lo menos; y nos capacita para una colaboración desde nuestra debilidad, conscientes de que “nosotros llevamos ese tesoro en recipientes de barro, para que se vea bien que este poder extraordinario no procede de nosotros, sino de Dios” (2Cor 4,7), según palabras del mismo apóstol en la citada carta.
En el Evangelio de esta Misa oímos a Jesús que nos llama a todos para que seamos “sal de la tierra” y “luz del mundo”. Los discípulos del Señor no tenemos este poder como propio, sino como resultado de nuestra unión con Él. Iluminamos a otros porque primero hemos sido iluminados. Volvemos a San Pablo: “No nos predicamos a nosotros mismos, sino a Cristo Jesús, el Señor, y nosotros no somos más que servidores de ustedes por amor de Jesús. Porque el mismo Dios que dijo: «Brille la luz en medio de las tinieblas», es el que hizo brillar su luz en nuestros corazones para que resplandezca el conocimiento de la gloria de Dios, reflejada en el rostro de Cristo” (2Cor 4,5s).
De todo cristiano, y más aún si es sacerdote u obispo, se espera que sea fiel. Si nos preguntamos en qué consiste la fidelidad, podemos responder así: se trata de un amor que perdura inalterable con el paso del tiempo. Pero no es sólo la duración su característica. La fidelidad no es inmovilismo, ni mera costumbre, ni estancamiento, sino continua renovación del amor que hace frente a las numerosas pruebas de la vida sin que se apague nunca el fuego que animó ese amor en la juventud, antes bien acrecentándolo siempre hasta el final.
Querido Rubén, nos conocemos desde hace muchas décadas, éramos entre niños y adolescentes. Una misma madre nos gestó espiritualmente en nuestra vocación y fue la Iglesia. Pero la Iglesia localmente situada en Buenos Aires, y más concretamente en una parroquia cuyo solo nombre nos conmueve y despierta recuerdos y vivencias de lo mejor que puede haber en nosotros como primavera eterna: Nuestra Señora de Balvanera ha sido nuestra patria chica espiritual, nuestra casa y familia. Por eso, nuestro corazón quedó definitivamente anclado allí con el afecto y el recuerdo, aunque hayamos caminado mucho. Y en esa patria tuvimos un padre al que después de nuestros padres le debemos todo: Mons. Carreras, modelo de pastores, apóstol entusiasta, sacerdote hasta la médula; padre de nuestra vida en la Iglesia y de nuestra vocación. Sólo el cielo dará la medida de cuanto le debemos. Allí mismo conocimos al P. Esteva, cuya profundidad espiritual nos guió y protegió durante el Seminario, en tiempos de confusión y dificultades.
Agradezco al Señor el don de nuestra amistad, acrecentada con los años. Has tenido la humildad de pedirme que predicara en esta Misa. Tuve resistencias iniciales y terminé aceptando, con el compromiso tuyo de hablar hacia el final.
Nos une el amor a la Iglesia tal como es y como ha sido a lo largo de su historia de veinte siglos. Amamos la Iglesia real, sin condiciones, porque ella es inseparable de Cristo quien la adquirió al precio de su sangre y la hizo su esposa para siempre. Ni los escándalos, ni los pecados de sus miembros en el pasado nos hacen retroceder, como tampoco las tensiones inocultables del presente nos quitan la alegría de la esperanza. Nos alimentamos con las palabras de Jesús que nos garantizan su victoria y la indefectibilidad de su Iglesia, porque “las puertas del infierno no prevalecerán contra ella” (Mt 16,18). También nos dice en el Evangelio de San Juan: “En el mundo tendrán que sufrir; pero tengan valor: yo he vencido al mundo” (Jn 16,33). Sabemos que más allá de nuestras representaciones mentales, todo terminará bien, porque como dice el Señor de la historia en el Apocalipsis: “Yo hago nuevas todas las cosas” (21,5).
Que nuestra Madre Santísima, la Inmaculada Virgen María, madre y modelo de la Iglesia, a quien desde niños aprendimos a amar con toda el alma, nos mantenga en la serena alegría, colme tu vida de consuelo e interceda ante su Hijo para seguir teniendo en Él mucha fecundidad.
¡Por muchos años más, querido Rubén!
Mons. Antonio Marino, obispo emérito de Mar del Plata